(NY, diciembre 2013) 
Monday, November 10, 2014
Sunday, November 02, 2014
Wednesday, October 22, 2014
A Máquina do Mundo
"E como eu palmilhasse vagamente     uma estrada de Minas, pedregosa,    
 e no fecho da tarde um sino rouco     se misturasse ao som de meus 
sapatos     que era pausado e seco; e aves pairassem     no céu de 
chumbo, e suas formas pretas     lentamente se fossem diluindo     na 
escuridão maior, vinda dos montes     e de meu próprio ser desenganado, 
    a máquina do mundo se entreabriu     para quem de a romper já se 
esquivava     e só de o ter pensado se carpia.     Abriu-se majestosa e 
circunspecta,     sem emitir um som que fosse impuro     nem um clarão 
maior que o tolerável     pelas pupilas gastas na inspeção     contínua e
 dolorosa do deserto,     e pela mente exausta de mentar     toda uma 
realidade que transcende     a própria imagem sua debuxada     no rosto 
do mistério, nos abismos.     Abriu-se em calma pura, e convidando     
quantos sentidos e intuições restavam     a quem de os ter usado os já 
perdera     e nem desejaria recobrá-los,     se em vão e para sempre 
repetimos     os mesmos sem roteiro tristes périplos,     convidando-os a
 todos, em coorte,     a se aplicarem sobre o pasto inédito     da 
natureza mítica das coisas,     assim me disse, embora voz alguma     ou
 sopro ou eco o simples percussão     atestasse que alguém, sobre a 
montanha,     a outro alguém, noturno e miserável,     em colóquio se 
estava dirigindo:     "O que procuraste em ti ou fora de     teu ser 
restrito e nunca se mostrou,     mesmo afetando dar-se ou se rendendo,  
   e a cada instante mais se retraindo,     olha, repara, ausculta: essa
 riqueza     sobrante a toda pérola, essa ciência     sublime e 
formidável, mas hermética,     essa total explicação da vida,     esse 
nexo primeiro e singular,     que nem concebes mais, pois tão esquivo   
  se revelou ante a pesquisa ardente     em que te consumiste... vê, 
contempla,     abre teu peito para agasalhá-lo."     As mais soberbas 
pontes e edifícios,     o que nas oficinas se elabora,     o que pensado
 foi e logo atinge     distância superior ao pensamento,     os recursos
 da terra dominados,     e as paixões e os impulsos e os tormentos     e
 tudo que define o ser terrestre     ou se prolonga até nos animais     e
 chega às plantas para se embeber     no sono rancoroso dos minérios,   
  dá volta ao mundo e torna a se engolfar     na estranha ordem 
geométrica de tudo,     e o absurdo original e seus enigmas,     suas 
verdades altas mais que tantos     monumentos erguidos à verdade;     e a
 memória dos deuses, e o solene     sentimento de morte, que floresce   
  no caule da existência mais gloriosa,     tudo se apresentou nesse 
relance     e me chamou para seu reino augusto,     afinal submetido à 
vista humana.     Mas, como eu relutasse em responder     a tal apelo 
assim maravilhoso,     pois a fé se abrandara, e mesmo o anseio,     a 
esperança mais mínima — esse anelo     de ver desvanecida a treva 
espessa     que entre os raios do sol inda se filtra;     como defuntas 
crenças convocadas     presto e fremente não se produzissem     a de 
novo tingir a neutra face     que vou pelos caminhos demonstrando,     e
 como se outro ser, não mais aquele     habitante de mim há tantos anos,
     passasse a comandar minha vontade     que, já de si volúvel, se 
cerrava     semelhante a essas flores reticentes     em si mesmas 
abertas e fechadas;     como se um dom tardio já não fora     
apetecível, antes despiciendo,     baixei os olhos, incurioso, lasso,   
  desdenhando colher a coisa oferta     que se abria gratuita a meu 
engenho.     A treva mais estrita já pousara     sobre a estrada de 
Minas, pedregosa,     e a máquina do mundo, repelida,     se foi 
miudamente recompondo,     enquanto eu, avaliando o que perdera,     
seguia vagaroso, de mãos pensas."
(Carlos Drummond de Andrade)
(Carlos Drummond de Andrade)
Saturday, October 18, 2014
Tuesday, October 07, 2014
Saturday, August 16, 2014
Tuesday, August 12, 2014
Thursday, August 07, 2014
Friday, August 01, 2014
Monday, July 28, 2014
Saturday, July 19, 2014
Tuesday, July 15, 2014
Saturday, July 12, 2014
Tuesday, July 08, 2014
Sunday, June 29, 2014
Saturday, June 28, 2014
Saturday, June 21, 2014
Sunday, June 15, 2014
El final de la gran belleza
Se acabó Roma. ROMA, la infinita, è finita. Han sido cinco días de belleza continua. Aparte de lo consabido (el Panteón, Trastévere, Navona), la villa/circo de Masenzio, la tumba de Cecilia Metella, el claustro de San Onofre, las catacumbas de Priscilla, la exedra de Villa Giulia... Iremos recuperando las palabras que trataron de fijar las sensaciones sobre un cuaderno.
[En cuanto a la película, para mí valen mucho más los 10 últimos minutos que las dos horas anteriores, recargadas y excesivas. Un final maravilloso. Los mejores títulos de crédito finales que recuerdo.] 
Monday, June 09, 2014
Saturday, May 31, 2014
Sunday, May 25, 2014
Saturday, April 19, 2014
A propósito de GGM: Zavattini, Gómez de la Serna y Galicia
Es curioso que se quiera definir la literatura de Gabriel García Márquez  con un término tan equívoco como el de "realismo mágico". Se ha mencionado mucho estos días, naturalmente, esta expresión, pero no he oído que se hablase de dos de sus grandes influencias: Cesare Zavattini, el genial guionista del neorrealismo italiano (¿acaso Milagro en Milán no está llena de realismo mágico?) y Ramón Gómez de la Serna, el inventor de las greguerías. El primero fue profesor suyo de cine en Roma y aparece como personaje en su relato "La santa", y el segundo le sirvió como gran modelo en sus comienzos como escritor (sobre todo en sus artículos periodísticos), según recuerda en su autobiografía Vivir para contarla. 
Por otro lado, baste recordar que GGM comió una vez en Barcelona con Cunqueiro, anterior fundador del realismo mágico (que en Galicia no existe porque es norma), para tener que preguntarse: ¿era GGM gallego?
Aquí su artículo de 1983 "Viendo llover en Galicia":
"Mi muy viejo amigo, el pintor poeta y novelista Héctor Rojas Herazo -a quien no veía desde hacía mucho tiempo- debió sufrir un estremecimiento de compasión cuando me vio en Madrid abrumado por un tumulto de fotógrafos, periodistas y solicitantes de autógrafos, y se acercó para decirme en voz baja: "Recuerda que de vez en cuando debes ser amable contigo mismo". En efecto, fiel a mi determinación de complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hacía ya varios meses -quizá varios años- en que no me ofrecía a mí mismo un regalo merecido. De modo que decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más antiguos: conocer Galicia. Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en los placeres de su cocina. "La nostalgia empieza por la comida", dijo el che Guevara, tal vez añorando los asados astronómicos de su tierra argentina, mientras se hablaba de asuntos de guerra en las noches de hombres solos en la sierra Maestra. También para mí la nostalgia de Galicia había empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la tierra. El caso es que mi abuela, en la casa grande de Aracataca, donde conocí mis primeros fantasmas, tenía el exquisito oficio de panadera, y lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de quedarse ciega, hasta que una crecida del río le desbarató el horno y nadie en la casa tuvo ánimos para reconstruirlo. Pero la vocación de la abuela era tan definida, que cuando no pudo hacer panes siguió haciendo jamones. Unos jamones deliciosos, que, sin embargo, no nos gustaban a los niños -porque a los niños no les gustan las novedades de los adultos-, pero el sabor de la primera prueba se me quedó grabado para siempre en la memoria del paladar. No volví a encontrarlo jamás en ninguno de los muchos y diversos jamones que comí después en mis años buenos y en mis años malos, hasta que probé por casualidad -40 años después, en Barcelona- una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Sólo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de validez, y entendí de dónde le venía la pasión de cocinar para alimentar a los forasteros y su costumbre de cantar todo el día. "Hay que hacer carne y pescado porque no se sabe qué le gusta a los que vengan a almorzar", solía decir cuando oía el silbato del tren. Murió muy vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que había conocido vivos en su juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo gallego la semana pasada, en Santiago de Compostela, y él me dijo: "Entonces tu abuela era gallega, sin ninguna duda, porque estaba loca". En realidad, todos los gallegos que conozco, y los que vi ahora sin tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo el signo de Piscis.
No sé de dónde viene la vergüenza de ser turista. A muchos amigos, en pleno frenesí turístico, les he oído decir que no quieren mezclarse con los turistas, sin darse cuenta de que, aunque no se mezclen, ellos son tan turistas como los otros. Yo, cuando voy a conocer algún lugar sin disponer de mucho tiempo para ir más a fondo, asumo sin pudor mi condición de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones rápidas, en las que los guías explican todo lo que se ve por las ventanas del autobús, a la derecha y a la izquierda, señores y señoras, entre otras cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después, cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin embargo, Santiago de Compostelano da tiempo para tantos pormenores: la ciudad se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella. Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza más bella que la de Siena. La única que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece construida el día anterior por alguien que hubiera perdido el sentido del tiempo. Tal vez esta impresión no tenga su origen en la plaza misma, sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus últimos rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y bulliciosos, que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los muros intactos, la vegetación se abre paso por entre las grietas, en una lucha implacable por sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada paso, como la cosa más natural del mundo, con el milagro de las piedras florecidas.
Llovió durante tres días, pero no de un modo inclemente, sino con intempestivos espacios de un sol radiante. Sin embargo, los amigos gallegos no parecían ver esas pausas doradas, sino que a cada instante nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera ellos eran conscientes de que Galicía sin lluvia hubiera sido una desilusión, porque el suyo es un país mítico -mucho más de lo que los propios gallegos se lo imaginan-, y en los países míticos nunca sale el sol. "Si hubieran venido la semana pasada, habrían encontrado un tiempo estupendo", nos decían, avergonzados. "Este tiempo no corresponde a la estación", insistían, sin acordarse de Valle-Inclán, de Rosalía de Castro, de los poetas gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde el principio de la creación y sopla un viento interminable, que es tal vez el que siembra ese germen lunático que hace distintos y amorosos a tantos gallegos.
Llovía en la ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el paraíso lacustre de la ría de Arosa y en la ría de Vigo, y en su puente, llovía en la plaza, impávida y casi irreal, de Cambados, y hasta en la isla de la Toja, donde hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe, a que cese el viento y resplandezca el sol para empezar a vivir. Andábamos por entre esta lluvia como por un estado de gracia, comiendo a puñados los únicos mariscos vivos que quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen siendo peces en el plato y unas ensaladas que seguían creciendo en la mesa, y sabíamos que todo aquello estaba allí por virtud de la lluvia, que nunca acaba de caer. Hace ahora muchos años, en un restaurante de Barcelona, le oí hablar de la comida de Galicia al escritor Álvaro Cunqueiro, y sus descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego. Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe."
Aquí su artículo de 1983 "Viendo llover en Galicia":
"Mi muy viejo amigo, el pintor poeta y novelista Héctor Rojas Herazo -a quien no veía desde hacía mucho tiempo- debió sufrir un estremecimiento de compasión cuando me vio en Madrid abrumado por un tumulto de fotógrafos, periodistas y solicitantes de autógrafos, y se acercó para decirme en voz baja: "Recuerda que de vez en cuando debes ser amable contigo mismo". En efecto, fiel a mi determinación de complacer todas las demandas sin tomar en cuenta mi propia fatiga, hacía ya varios meses -quizá varios años- en que no me ofrecía a mí mismo un regalo merecido. De modo que decidí regalarme en la realidad uno de mis sueños más antiguos: conocer Galicia. Alguien a quien le gusta comer no puede pensar en Galicia sin pensar antes que en cualquier otra cosa en los placeres de su cocina. "La nostalgia empieza por la comida", dijo el che Guevara, tal vez añorando los asados astronómicos de su tierra argentina, mientras se hablaba de asuntos de guerra en las noches de hombres solos en la sierra Maestra. También para mí la nostalgia de Galicia había empezado por la comida, antes de que hubiera conocido la tierra. El caso es que mi abuela, en la casa grande de Aracataca, donde conocí mis primeros fantasmas, tenía el exquisito oficio de panadera, y lo practicaba aun cuando ya estaba vieja y a punto de quedarse ciega, hasta que una crecida del río le desbarató el horno y nadie en la casa tuvo ánimos para reconstruirlo. Pero la vocación de la abuela era tan definida, que cuando no pudo hacer panes siguió haciendo jamones. Unos jamones deliciosos, que, sin embargo, no nos gustaban a los niños -porque a los niños no les gustan las novedades de los adultos-, pero el sabor de la primera prueba se me quedó grabado para siempre en la memoria del paladar. No volví a encontrarlo jamás en ninguno de los muchos y diversos jamones que comí después en mis años buenos y en mis años malos, hasta que probé por casualidad -40 años después, en Barcelona- una rebanada inocente de lacón. Todo el alborozo, todas las incertidumbres y toda la soledad de la infancia me volvieron de pronto en ese sabor, que era el inconfundible de los lacones de la abuela. De aquella experiencia surgió mi interés de descifrar su ascendencia, y buscando la suya encontré la mía en los verdes frenéticos de mayo hasta el mar y las lluvias feraces y los vientos eternos de los campos de Galicia. Sólo entonces entendí de dónde había sacado la abuela aquella credulidad que le permitía vivir en un mundo sobrenatural donde todo era posible, donde las explicaciones racionales carecían por completo de validez, y entendí de dónde le venía la pasión de cocinar para alimentar a los forasteros y su costumbre de cantar todo el día. "Hay que hacer carne y pescado porque no se sabe qué le gusta a los que vengan a almorzar", solía decir cuando oía el silbato del tren. Murió muy vieja, ciega, y con el sentido de la realidad trastornado por completo, hasta el punto de que hablaba de sus recuerdos más antiguos como si estuvieran ocurriendo en el instante, y conversaba con los muertos que había conocido vivos en su juventud remota. Le contaba estas cosas a un amigo gallego la semana pasada, en Santiago de Compostela, y él me dijo: "Entonces tu abuela era gallega, sin ninguna duda, porque estaba loca". En realidad, todos los gallegos que conozco, y los que vi ahora sin tiempo para conocerlos, me parecen nacidos bajo el signo de Piscis.
No sé de dónde viene la vergüenza de ser turista. A muchos amigos, en pleno frenesí turístico, les he oído decir que no quieren mezclarse con los turistas, sin darse cuenta de que, aunque no se mezclen, ellos son tan turistas como los otros. Yo, cuando voy a conocer algún lugar sin disponer de mucho tiempo para ir más a fondo, asumo sin pudor mi condición de turista. Me gusta inscribirme en esas excursiones rápidas, en las que los guías explican todo lo que se ve por las ventanas del autobús, a la derecha y a la izquierda, señores y señoras, entre otras cosas porque así sé de una vez todo lo que no hay que ver después, cuando salgo solo a conocer el lugar por mis propios medios. Sin embargo, Santiago de Compostelano da tiempo para tantos pormenores: la ciudad se impone de inmediato, completa y para siempre, como si se hubiera nacido en ella. Siempre he creído, y lo sigo creyendo, que no hay en el mundo una plaza más bella que la de Siena. La única que me ha hecho dudar es la de Santiago de Compostela, por su equilibrio y su aire juvenil, que no permite pensar en su edad venerable, sino que parece construida el día anterior por alguien que hubiera perdido el sentido del tiempo. Tal vez esta impresión no tenga su origen en la plaza misma, sino en el hecho de estar -como toda la ciudad, hasta en sus últimos rincones- incorporada hasta el alma a la vida cotidiana de hoy. Es una ciudad viva, tomada por una muchedumbre de estudiantes alegres y bulliciosos, que no le dan ni una sola tregua para envejecer. En los muros intactos, la vegetación se abre paso por entre las grietas, en una lucha implacable por sobrevivir al olvido, y uno se encuentra a cada paso, como la cosa más natural del mundo, con el milagro de las piedras florecidas.
Llovió durante tres días, pero no de un modo inclemente, sino con intempestivos espacios de un sol radiante. Sin embargo, los amigos gallegos no parecían ver esas pausas doradas, sino que a cada instante nos daban excusas por la lluvia. Tal vez ni siquiera ellos eran conscientes de que Galicía sin lluvia hubiera sido una desilusión, porque el suyo es un país mítico -mucho más de lo que los propios gallegos se lo imaginan-, y en los países míticos nunca sale el sol. "Si hubieran venido la semana pasada, habrían encontrado un tiempo estupendo", nos decían, avergonzados. "Este tiempo no corresponde a la estación", insistían, sin acordarse de Valle-Inclán, de Rosalía de Castro, de los poetas gallegos de siempre, en cuyos libros llueve desde el principio de la creación y sopla un viento interminable, que es tal vez el que siembra ese germen lunático que hace distintos y amorosos a tantos gallegos.
Llovía en la ciudad, llovía en los campos intensos, llovía en el paraíso lacustre de la ría de Arosa y en la ría de Vigo, y en su puente, llovía en la plaza, impávida y casi irreal, de Cambados, y hasta en la isla de la Toja, donde hay un hotel de otro mundo y otro tiempo, que parece esperar a que escampe, a que cese el viento y resplandezca el sol para empezar a vivir. Andábamos por entre esta lluvia como por un estado de gracia, comiendo a puñados los únicos mariscos vivos que quedan en este mundo devastado, comiendo unos pescados que siguen siendo peces en el plato y unas ensaladas que seguían creciendo en la mesa, y sabíamos que todo aquello estaba allí por virtud de la lluvia, que nunca acaba de caer. Hace ahora muchos años, en un restaurante de Barcelona, le oí hablar de la comida de Galicia al escritor Álvaro Cunqueiro, y sus descripciones eran tan deslumbrantes que me parecieron delirios de gallego. Desde que tengo memoria les he oído hablar de Galicia a los gallegos de América, y siempre pensé que sus recuerdos estaban deformados por los espejismos de la nostalgia. Hoy me acuerdo de mis 72 horas en Galicia y me pregunto si todo aquello era verdad, o si es que yo mismo he empezado a ser víctima de los mismos desvaríos de mi abuela. Entre gallegos -ya lo sabemos- nunca se sabe."
Monday, March 24, 2014
Saturday, February 08, 2014
La ciudad de los pasos lejanos
"De entre todas las capitales del mundo, París es seguramente la más literaria. La «ciudad literaria» por antonomasia. No sólo por la cantidad de libros que se han escrito en ella o sobre ella o tomándola como decorado, ni por los numerosos movimientos o corrientes literarias que ha generado, ni por la cantidad de jóvenes letraheridos que han habitado sus buhardillas con el único propósito de convertirse en escritores, sino también -y sobre todo- porque, en cierto sentido, París existe sólo en la literatura. París es un libro redactado por cientos de escritores. 
En La ciudad de los pasos lejanos, obra de José Muñoz Millanes editada por Pre-Textos, aparece en primer plano y de manera privilegiada el París de Azorín, a quien acompañamos en sus paseos por la ciudad del Sena durante los años de la guerra civil. No es el París monumental y esplendoroso al que nos tienen acostumbrados las películas o las novelas, sino más bien un París apagado, humilde, escondido, en cuyos detalles mínimos refulge, sin embargo, una poderosa verdad. 
Azorín se dedica a pasear la ciudad en soledad y silencio, sin rumbo fijo, divagando por las calles, observando a la gente y escuchando desde la distancia sus conversaciones (aunque no las entienda bien, pues no domina el francés), descubriendo rincones secretos en parques e iglesias o sentándose en las estaciones del metro en medio del caos de los pasajeros. Los misteriosos pasajes, las plazas luminosas, las tiendas evocadoras, la quietud de los jardines, los cementerios apacibles… Recibimos toda la ciudad a través de su mirada escrutadora, acompañada de las glosas descriptivas -en gran parte arquitectónicas- de su comentarista. 
Se entrecruzan también en estas páginas el París de Baroja, el París de Gutiérrez-Solana y el París de Torrente Ballester (a través de su personaje Javier Mariño), así como los apuntes de Mihail Sebastian o Henri Calet, entre otros, trufados a cada rato por el París de Patrick Modiano, seguramente el novelista contemporáneo que más ha utilizado esta ciudad como escenario de sus historias, hasta hacer de ella prácticamente su principal argumento. [...]" 
("El París literario de Azorín", en El Cuaderno, nº 53) 
Saturday, January 18, 2014
Sunday, January 12, 2014
Una prosa callejera
"Todas esas ciudades son más bien una excusa para que B. pueda practicar una prosa callejera que inmediatamente queda emparentada con
esa tradición española que va de Baroja a Trapiello pasando por Gómez de la
Serna, Solana, González Ruano, Pla o Umbral. Enemigo declarado del "arte
por el arte" (según él, "una de las cualidades imprescindibles del
verdadero gran arte es no pretender serlo": p. 219), B. se acoge a la
actitud general de esos escritores, que, más que sorprenderse ante lo que iban
encontrando, tendían a encogerse de hombros y seguir deambulando tras, eso sí,
tomar buena nota. Una actitud algo desapasionada e incluso misantrópica [...]"
(Juan Marqués, "El mundo de E.B.", Revista Clarín, nº 108)  
(NY, diciembre 2013)
Tuesday, January 07, 2014
Lo real absoluto
"Cuando consideramos 
el drama de  la ciencia moderna que descubre sus límites racionales 
hasta en lo absoluto  matemático; cuando vemos, en la física, que dos 
grandes doctrinas fundamentales  plantean, una, un principio general de 
relatividad, otra, un principio “cuántico”  de incertidumbre y de 
indeterminismo que limitaría para siempre la exactitud  misma de las 
medidas físicas; cuando hemos oído que el más grande innovador  
científico de este siglo, iniciador de la cosmología moderna y garante 
de la  más vasta síntesis intelectual en términos de ecuaciones, 
invocaba la intuición  para que socorriese a lo racional y proclamaba 
que “la imaginación es el  verdadero terreno de la germinación 
científica”, y hasta reclamaba para el  científico los beneficios de una
 verdadera “visión artística”, ¿no tenemos  derecho a considerar que el 
instrumento poético es tan legítimo como el  instrumento lógico? 
                
En verdad, toda 
creación del espíritu  es, ante todo, “poética”, en el sentido propio de
 la palabra. Y en la  equivalencia de las formas sensibles y 
espirituales, inicialmente se ejerce una  misma función para la empresa 
del sabio y para la del poeta. Entre el  pensamiento discursivo y la 
elipse poética, ¿cuál de los dos va o viene de más lejos?  Y de esa 
noche original en que andan a tientas dos ciegos de nacimiento, el uno  
equipado con el instrumental científico, el otro asistido solamente por 
las  fulguraciones de la intuición, ¿cuál es el que sale a flote más 
pronto y más cargado  de breve fosforescencia? Poco importa la 
respuesta. El misterio es común. Y la  gran aventura del espíritu 
poético no es inferior en nada a las grandes  entradas dramáticas de la 
ciencia moderna. Algunos astrónomos han podido perder  el juicio ante la
 teoría de un universo en expansión; no hay menos expansión en  el 
infinito moral del hombre: ese universo. Por lejos que la ciencia haga 
retroceder  sus fronteras, en toda la extensión del arco de esas 
fronteras se oirá correr  todavía la jauría cazadora del poeta. Pues si 
la poesía no es, como se ha dicho,  “lo real absoluto”, es por cierto la
 codicia más cercana y la más cercana  aprehensión en ese límite extremo
 de complicidad en que lo real en el poema parece  informarse a sí 
mismo." 
(Saint John Perse, extractos de su discurso al recibir el Premio Nobel de Literatura, 1960)
Subscribe to:
Comments (Atom)
 
  











































