Fantasmas de un pasado idéntico (no menos idéntico que el futuro), aprendices de cadáveres simulando una borrachera de alegría, celebrando -supongo- que aún estamos aquí, que no nos hemos ido, que no han dicho nuestro nombre en la sala de espera. 
Fantasmas de un pasado idéntico (no menos idéntico que el futuro), aprendices de cadáveres simulando una borrachera de alegría, celebrando -supongo- que aún estamos aquí, que no nos hemos ido, que no han dicho nuestro nombre en la sala de espera. 
A lo largo del siglo XVIII, las reformas urbanas de la zona obligaron a derribar la ermita de San Antonio en dos ocasiones y construirla de nuevo en otro lugar. Así, la iglesia primitiva, de Churriguera, fue sustituida por otra de Sabatini y ésta, a su vez, por una tercera que ya sería la definitiva.El último traslado de la iglesia se originó a causa de las obras del nuevo palacio de La Florida, una gran finca (hoy desaparecida), que daba nombre a la capilla y que había sido adquirida por Carlos IV. Por orden del rey, de 1792 a 1798 el arquitecto Felipe Fontana construyó la nueva ermita, y Francisco de Goya la decoró con magníficos frescos.Para garantizar la conservación de sus pinturas, el edificio fue declarado Monumento Nacional en 1905 y más tarde, en 1928, se construyó a su lado una iglesia idéntica, para trasladar el culto y reservar la original como museo. Para entonces, esta capilla era además panteón conmemorativo del artista, pues en 1919 se habían trasladado aquí sus restos, traídos desde Burdeos, donde había muerto en 1828.
A la fiesta de la iglesia va unida una fiesta hogareña. En casi todos los países cristianos se ha extendido la costumbre de mostrar a los niños la llegada del niñito Jesús, como algo alegre, brillante y solemne, que sigue manteniendo su influencia toda la vida y que a veces, aun entrado en años, recordando momentos sombríos, melancólicos o conmovedores es como una mirada hacia el tiempo pasado que vuela con alas brillantes y llenas de calor por el desolado, triste y vacío cielo nocturno. Se acostumbra a darles a los niños los regalos que les ha traído el Santo Niño para causarles alegría. Esto suele hacerse en Nochebuena, cuando ha comenzado el profundo crepúsculo y se encienden luces, la mayoría de las veces muchas, velitas que a menudo se balancean reposando sobre las hermosas ramas verdes de un pequeño abeto o pino colocado en el centro de la sala. A los niños no se les deja entrar hasta que se da la señal de que el Niño Dios ya ha estado allí y ha dejado los regalos que traía consigo. En ese momento se abre la puerta, se les permite entrar a los pequeños y ven el maravilloso resplandor brillante de las luces, ven las cosas que cuelgan del árbol o extendidas en la mesa y que sobrepasan con mucho todo lo que hubieran podido imaginar, no se atreven a tocarlas, y cuando por fin las han recibido las llevan en sus bracitos toda la noche y las meten consigo en la cama. Cuando después, entre sueños, oyen las campanadas de medianoche con las que se llama a los mayores a orar en la iglesia, entonces podría parecerles que los angelitos atraviesan en ese momento el cielo o que Cristo vuelve a casa, después de haber visitado y llevado un magnífico presente a cada niño".
Terminada la guerra (su madre fue asesinada en el campo de exterminio de Treblinka), André reemprendió las clases de piano, primero en el Colegio Estatal de Lodz y después en el Conservatorio de París, donde enseguida empezó a asombrar a los profesores y a dar muestras de su talento. Lo demás se resume rápido: primeras composiciones, primeros conciertos, primeras grabaciones, primeras giras. André se convierte en un virtuoso del piano y recorre el mundo interpretando, entre otros, a su admirado Chopin.
"Partió el tren. Pasaron diez minutos. El andén quedó vacío. Cerró la cantina. Se fueron apagando luces en los departamentos de la estación. Miguel paseaba. En un banco dormían tumbados dos soldados envueltos en sus capotes; grandes capotes militares que los asemejan, cuando están de pie, a pájaros bobos. Donde terminaba la tejavana del andén comenzaba el oscuro. Llovía. Lejano, en la noche, brillaba el ojo verde de la farola de señales, que rielaba en dos versiones paralelas.
"Llega la lluvia. Ya no sales de la casa, apenas de tu cuarto. Lees en voz alta, todo el día, siguiendo con el dedo las líneas del texto, como los niños, como los viejos, hasta que las palabras pierden sentido, la frase más simple se vuelve coja, caótica. Llega la tarde. No enciendes la luz y te quedas inmóvil, sentado frente a la pequeña mesa al lado de la ventana, con el libro entre las manos, ya sin leer, oyendo apenas los ruidos de la casa, el crujir de las vigas, de los suelos, la tos de tu padre, las hornillas de hierro al ser colocadas sobre la cocina de leña, el ruido de la lluvia sobre los canalones de cinc, el paso muy lejano de un automóvil por la carretera, el bocinazo del autocar de las siete en la curva cerca de la colina.
No creo que dijese nada especial, como mucho Hola, qué tal. La poeta (que estaba a punto de cumplir 24) me sonrió y se dispuso a firmarme el libro. Se tiró un buen rato garabateando. Yo pensaba: qué hace, qué estará poniendo ahí tanto tiempo, a lo mejor también ha sentido el flechazo y se me está declarando por escrito... La verdad es que pasé un mal rato, allí esperando, sin saber qué cara poner. Por fin terminó, me lo dio, le dije muchas gracias, compartimos una mueca de sonrisa, le pagué al dependiente y me fui rápidamente. No, las Musas no me sirvieron ninguna frase memorable en bandeja. Ni dos besos líricos enrojecieron mis mejillas.
Estoy en Tres Rosas Amarillas, la famosa librería del cuento. Curioseo un rato para disimular y, como no lo encuentro en las estanterías, pido el libro de Lara. El librero se levanta y se acerca al escaparate. Me da justo el libro del columpio. Dice que no les queda otro ejemplar, y yo me siento culpable por haber deshecho la magia del columpio, de las hojas, del otoño. El arte del escaparatismo. Se lo digo. Dice que no me preocupe, que pedirán más y que pondrán otro ejemplar allí.
Es un placer leer este libro (os lo recomiendo). Me alegro de que me queden muchos relatos por delante, más allá de mi admirado “Amarillo”: "La lata de atún está entre mis manos como un bicho muerto e inofensivo que yo trago lentamente, masticando las hebras del pescado y notando el aceite resbalar por mi barbilla"... 
No sé por qué nunca me había cruzado con el nombre de este señor ni con el título de este libro, pero desde el momento en que lo tuve entre las manos supe que estaba ante otra cosa. Aquello no era un libro de quemar después de leer o, peor aún, de abandonar a mitad de la lectura. No. Aquello era un objeto que podía acompañarle a uno toda la vida. Nadie sabe cómo será el viaje, si surgirán discusiones y desavenencias por el camino; lo único que sabemos es que lo tendremos a nuestro lado, a distancia segura, a tiro de teléfono, como a los buenos compañeros del colegio.
Curioseo un rato en la hemeroteca de La Vanguardia que me ha descubierto Jabois y disfruto leyendo el artículo-homenaje de Néstor Luján a la muerte de Josep Pla. Se titula "El hombre del diálogo infinito" (al final del artículo descubriremos que se refiere, sobre todo, a un diálogo de Pla consigo mismo). Hago un resumen muy esquemático de ideas, sustantivos y adjetivos:
“Con frecuencia me paso los mediodías sentado en un banco, ocioso. Los árboles del parque están totalmente descoloridos. Sus hojas cuelgan artificiosamente, como si fueran de plomo. A ratos todo parece aquí de hierro endeble y hojalata. Luego cae otro aguacero y lo empapa todo. Se abren los paraguas, los coches ruedan sobre el asfalto, la gente se apresura, las muchachas alzan el borde de sus faldas. […] Y luego están los jardines, tan silenciosos y perdidos tras las elegantes verjas, como esos rincones secretos que hay en los parques ingleses. Muy cerca de ellos truena y resuena el tráfago del comercio, como si nunca en la vida hubieran existido los paisajes o los ensueños. Los trenes retumban sobre los puentes, que tiemblan a su paso. Por la noche refulgen los escaparates, ricos y elegantes como en los cuentos de hadas, y ríos y oleadas serpenteantes de seres humanos se agitan ante las tentaciones de la riqueza industrial allí expuesta”.
Épinal es una ciudad francesa de la región de los Vosgos. Entre sus instituciones destaca un curioso museo de imágenes. Una "imagen de Épinal" es una estampa de temática popular y vivos colores que se utilizó en el siglo XIX para informar y divertir a la población de la época, en su mayoría analfabeta. La imaginería de Épinal fue fundada en 1796 por Jean-Charles Pellerin, fabricante de naipes. Con el paso de tiempo, la expresión ha adquirido un sentido figurado que designa una visión enfática, tradicional y algo naif que nos enseña el lado bueno de las cosas. Actualmente los franceses denominan "imágenes de Épinal" a los sueños irrealizables, castillos en el aire y utopías inalcanzables.
Inefable cara de pillo, una sonrisa apenas disimulada que puja por desbordar la comisura de los labios y que se escurre por las patas de gallo de los ojos. Al lado de las cartas, sobre el tapete, la botella de ginebra aguada. La corbata desanudada. Tiemblan las mejillas de puro placer, de felicísima chulería. Un purito en la boca, subrayado encima por el bigotillo. Henry Gondorff saca el trío de dieces, se ríe mirando hacia los lados, hace chocar las palmas de las manos y se las frota: "Jajajajaja... ¡Mala suerte, Lonigen! Eso le pasa por querer farolear". Apoya las palmas de la mano en el chaleco y se frota el pecho con satisfacción: "Con un par de manos como ésta podremos irnos a dormir temprano".I read the news today oh, boy / About a lucky man who made the grade / And though the news was rather sad / Well, i just had to laugh / I saw the photograph / He blew his mind out in a car / He didn't notice that the lights had changed / A crowd of people stood and stared / They'd seen his face before / Nobody was really sure if he was from the house of lords / I saw a film today oh, boy / The english army had just won the war / A crowd of people turned away / But i just had to look / Having read the book / I love to turn you on. / Woke up, got out of bed / Dragged a comb across my head / Found my way downstairs and drank a cup / And looking up, i noticed i was late / Found my coat and grabbed my hat / Made the bus in seconds flat / Found my way upstairs and had a smoke / Somebody spoke and i went into a dream / Ah / I read the news today oh, boy / Four thousand holes in blackburn, lancashire / And though the holes were rather small / They had to count them all / Now they know how many holes it takes to fill the albert hall / I'd love to turn you on.
De vuelta en el tren. La lluvia en la ventana se desplaza horizontalmente. Rige otra ley gravitatoria, no newtoniana. Las gotas parecen espermatozoides, diminutos renacuajos persiguiéndose a nado por un cauce predeterminado. Cabezas corriendo unas detrás de otras. A veces se alcanzan y se funden y doblan su tamaño. Miles de líneas horizontales, móviles. La ventana a rayas, como la tele pero sin chiribitas.
La irresistible fuerza que te obliga a mirar los ojos de un bizco. En el asiento de enfrente va una bizca. Cuando mira al televisor parece que se le van a salir las órbitas o que está pensando en el océano inmenso y lo tiene ahí metido en el entrecejo. Cuando está dormida parece una máscara africana. Dibujo sus ojos en el cuaderno, para liberarme.
Don Andrés Piquer Arrufat, médico de cámara de Fernando VI, le puso a éste un tratamiento muy curioso para intentar curar su trastorno bipolar. La lista es pura poesía modernista:
Nada de tópicos: ni tacones de aguja ni ligueros ni tangas ni uñas pintadas ni culos de jeans.
"Recordad; está seca la boca y hace frío… hemos dormido mal una siesta de invierno… se ha mudado la vida, el sol está sombrío… está lejos lo humano y está lejos lo eterno…"