Sentados en el salón-biblioteca, la joven inglesa y el viejo alemán permanecen absortos en sus lecturas. Ella, que lee una biografía sobre el autor de la Oda a un ruiseñor, se levanta al verme llegar y me da la bienvenida a la casa-museo, con grandes muestras de amabilidad. Se nota que le da vergüenza. No es guapa pero sí de rasgos agradables, lleva un vestido de color oscuro con motas granates, zapatos de poco tacón y va peinada con un moño de estilo antiguo. Me explica brevemente la disposición de las salas, su contenido sumario y las normas del lugar: puedo hacer fotos sin flash y sentarme en cualquier silla; la única parte del mobiliario que está vedada a mi cansancio, bromea finalmente, es la cama de John Keats. Y sonríe con timidez. Desde el otro lado de la sala, el viejo alemán ríe estúpidamente el chiste protocolario, supongo que repetido a todos los visitantes, y nos mira (nos busca los ojos) esperando un gesto de reconocimiento; es un hombre escuálido y larguirucho, de nariz grande, pelo rapado, gafas redondas, pantalones de pana azul marino y jersey de pico por donde asoma el borde de una camiseta blanca; finge que lee uno de los folletos del museo, pero lo que en realidad quiere es entablar conversación con la joven, y al rato acaba haciéndole una pregunta insulsa como excusa para acercarse.
El fantasma de Keats saluda a su máscara mortuoria. (Roma, 31-10-2011)
La historia, así contada en los carteles del museo, me resulta demasiado extraña, casi absurda. El viaje de salud de un prometedor genio de las letras que, tras incontables dolores, morirá en soledad lejos de su patria, en una ciudad de belleza infinita de la que no logra ver prácticamente nada. Frente a esa realidad tozuda, inverosímil, se erige la poderosa maquinaria de la mitología literaria, que se condensa en estas vitrinas.