Hace años que no me reía tanto. Fue increíble. Le he cambiado la letra al himno de la ciudad: "Pontevedra é boa vila, da de beber a quen pasa, cerveza o licor café, San Bartolomé na praza".
No tenemos memoria y nos acosa el alzheimer prematuro, pero recordaremos estas cosas toda la vida. Nos estaremos muriendo y alguna de las imágenes que pasarán por el cinemascope serán -seguro- de Pontevedra: la infancia con la abuela, los gigantes y cabezudos, los patos de Las Palmeras, los desfiles de la Peregrina, los trolebuses de Campolongo, las chicas guapas del Casino, las cañas de crema de Solla, el helado de mantecado de La Ibense, las conversaciones callejeras -e infinitas- de mi padre con José Filgueira Valverde, el draculín paseándose con sus capas, etc, etc, etc. Pues bien, los mexilones solaneros también estarán en esa película (por ejemplo, que recuerde ahora, Jabois haciendo voces con los globitos de helio en la plaza de la Verdura, y ahora todo esto del viernes).
Mabalot me viene a recoger a Sanxenxo y hace su primera mabalotada: se pasa del paso de cebra donde estoy esperando y tiene que volver a la rotonda (y yo, que soy tan british que sería capaz de matar a alguien por llegar puntual a los sitios, llevaba quince minutos esperando). El must era no entrar en el pueblo, pero yo esperaba a la sombra. Por fin llega. El cabrón tiene más pelo que yo, y barba moderna. No estamos tan viejos como nos creemos, todavía nos queda mucho por delante.
Aparcamos junto al puente del Lérez (que huele -tal cual- a Venecia) y un gorrilla nos asalta. Menos mal que Mabalot tiene monedas, yo solo llevo tarjeta. Nos imaginamos subidos a caballito yendo a Combarro o La Lanzada con fusta a lomos de todas las áfricas. Damos un primer paseo por nuestro pueblo: lo que tardamos en llegar a una terraza cerca de la plaza de la Leña para hacer tiempo tomando unas cervezas antes de que llegue la hora de comer.
Segunda mabalotada: repetimos, como en "El ángel exterminador" de Buñuel, la llegada al restaurante. Pensaba que nos íbamos a quedar solos dando vueltas bajo el sol buscando el sitio durante horas (casi entro en una herrikotaberna y me pegan un tiro en la nuca) y que tendríamos que pescar una trucha del Lérez para comerla al fuego en La Junquera, pero no. La comida, estupenda: chorizos de la tierra, xoubiñas y chipirones. Todo buenísimo.
Sería imposible resumir tantas confidencias y risas, la intrahistoria de los libros, la puta mierda de vida, la vida maravillosa, en fin, todo lo que merece la pena contarse (y reírlo). Salimos a las mesas de fuera a que yo trabaje mi cáncer de pulmón, me pido un licor café y me ponen una pecera con un hielo: "Oye, pero esto qué es, que si me bebo todo esto yo salgo de aquí a cuatro patas". Hablamos mucho de todo y no nos picaron las avispas.
Segundo paseo por nuestro pueblo: los recuerdos de los vómitos, la plaza de la Herrería, el cantante que rompe el hechizo de la fachada -barroca, convexa- de la Peregrina (ay, esa capilla en forma de vieira), la visita obligada a la pastelería (¡cómo se deshace en la boca el hojaldre con la crema y la canela, dios!), el recuerdo de la librería Michelena y un buen rato sentados en un banco de las palmeras, a la sombra, con erasmistas a la vista y madres jóvenes que nos inspiran todo tipo de metáforas y etopeyas (por decir algo).
Pasamos por el ayuntamiento, saludamos a la estatua de Castelao y llegamos a Santa María la Mayor. Dos cristianas redentoras nos asaltan a la puerta y nos dan una lección de fe. Y Dios, que lo tiene todo calculado, hace sonar las campanas justo cuando nos hablan de Cristo. Las gafas de aviador de la fachada siguen siendo el gran misterio de Pontevedra, que yo me comprometo a escribir.
Recordamos a la visionaria de Fátima, saludamos a Valle-Inclán y un leve olor a kebab me trae a la mente el Estambul de Orhan Pamuk, porque estoy bastante desatado.
Mabalot me trae de vuelta a Sanxenxo (mi memoria falla de nuevo: "Soy gilipollas, soy gilipollas") y meto la cabeza en el mar, lo que me salva de todo.
Son muchos recuerdos más, pero no hay que comerse toda la magdalena de Proust de un bocado (hay que dejar miguitas para el futuro). Las moralejas serían muchas, pero mejor no afrontarlas.
Decía Castelao de Vicente Risco que era su "outro eu". Yo no sé si tengo un otro yo, pero Mabalot podría serlo. Tampoco sé muy bien lo que es la amistad, pero esto tiene que serlo. Sin duda.
Al final las ruinas de Santo Domingo quedaron limpias. Las ruinas somos nosotros.
Seguramente ha sido el peor verano de mi vida, pero creo que lo recordaré como el mejor verano de mi vida. Así que ha sido el mejor.
1 comment:
Señor Conde-Duque, suscribo cada palabra de esta crónica. Solo me queda el resquemor de no haber alcanzado la redención completa con esas cristianas. Su entusiasmo así lo merecía. Efectivamente, nosotros somos las ruinas y que sigan las risas muchos años.
Post a Comment