Es temprano. Hace frío. Ha llovido con violencia toda la noche. Ahora sólo gotea: de los árboles, de las cornisas, de los toldos, de las mamparas de autobús.
Cambio de hora el reloj, cierro todos los botones del abrigo, cojo el paraguas, tengo sueño. Salgo a comprar chocolate&churros, churros&chocolate. En el suelo, mojado, están pegadas las hojas de los árboles, en su mayoría amarillas u ocres; también hay algún desperdicio, bolsitas de plástico, paquetes de tabaco, envoltorios. La acera parece uno de esos patchworks absurdos de los museos de arte contemporáneo.
Fuera no hay casi nadie. Pocos coches. En la chocolatería/churrería se refugian unos cuantos seres que disfrutan. Están calientes, se han quitado los abrigos, miran por la ventana, leen el periódico, charlan, mojan los churros en el chocolate, muerden los churros y beben el chocolate. Huele a calor dulzón, a felicidad modesta, a placidez. Los paraguas aguardan tumbados en el suelo, debajo de las mesas. Sale humo de las tazas.
El camarero no entiende el número de churros que le digo. Aún estoy dormido, y eso que hoy hemos dormido una hora más, según se dice. Será por eso. Me veo en el espejo con los pelos de loco y las marcas de la almohada. Vuelvo a casa con mi bolsa colgando de la mano; dentro va un pequeño cántaro de plástico con chocolate ardiente y una decena de churros recién hechos envueltos en papel. Hace menos frío, llevo el abrigo abotonado hasta arriba, tengo sueño, los pies pisando las hojas. Pienso que el chocolate con churros es el ratito de infancia que se conceden los que ya la han perdido sin remedio.