Friday, November 30, 2007

Nightmare before Christmas

A Xavie, maestro del microrrelato.
Cuando uno se siente así, tan solo, dan ganas de morirse de un infarto. Los restos de la fiesta, el ardor de estómago, una alfombra de confetti, las botellas vacías que ruedan por el suelo... Haber sonreído tanto en el pasado no sirve como coartada. No vale fingirse otro ni es posible hacer que todo parezca un accidente. Demasiado tarde. Te conocen. Todos te han visto reír como un idiota. Incluso hay fotos. Los niños, uno tras otro, formulaban sus deseos sobre tu regazo.
Eres el último en salir del bar. Caminas por la 8ª Avenida, cabizbajo y tambaleante, pegado a las cornisas que te protegen de la lluvia. La acera está renegrida por las marcas del deshielo (será que la gente lleva los zapatos sucios). Es de madrugada y hace mucho frío. El viento agita toldos y banderas. Hasta los taxistas noctámbulos están locos por llegar a casa y ya no recogen más clientes. Fugaces rayas amarillas que se pierden en el horizonte. El mismo cielo estrellado que cuando eras pequeño, junto al río Missouri, en Kansas City Kansas. Pero lo que aquí es un póster mínimo enmarcado entre gigantes de acero allí era un océano sin límites. No hay nadie por las calles. Los escaparates de los grandes almacenes venden sueños -esos juguetes rotos- a los mendigos que se agazapan con sus cajas de cartón en los portales. La chica del anuncio de perfume tiene la cara llena de rocío. Parece acné de agua, o varicela. Te dejas interrogar por el foco de las farolas.
En la esquina de la 50 Oeste te paran unos policías vestidos con chalecos reflectantes, que dicen algo que no comprendes y te suben a un coche con luces y sirenas. Se empeñan en llevarte al anatómico forense porque “ha sucedido una desgracia terrible”, según dicen. El trayecto dura un suspiro. No hay tráfico en la ciudad. Las luciérnagas de los abetos siguen encendidas. La velocidad y la lluvia las envuelven en un aura borrosa.
El edificio está oscuro y parece vacío. Tras pasar varias puertas y recorrer un pasillo muy largo, llegáis a la sala donde habitan los cadáveres. Señoras con zuecos, carpetas y batas blancas. Por fin abren el cajón de la morgue donde te han archivado: ahí estás tú, con los ojos vidriosos y el rostro amoratado, vestido con un traje de Papá Noel.

Los niños del Vaticano tienen pesadillas.

La lluvia de Ivens (2ª parte)

Ámsterdam, 1929. El cielo encapotado. Tejados, azoteas, chimeneas de fábricas. Ventanas en las que nadie asoma. Coches, caballos, bicicletas, peatones corriendo... cruzan el puente sobre los canales. Churretes de la lluvia en los cristales. Gotas.


Aceras y bordillos anegados. Desagües, perro, geometría. Un viaje en tren. El campo. De nuevo la ciudad: los barcos, los tejados, las palomas. Reflejos de la vida en el suelo mojado. Personas que caminan en la lluvia. Paraguas en los charcos y en los coches. El mundo es una sombra.

Wednesday, November 28, 2007

Los señores del invierno

He visto muchas veces a los señores del invierno. Son miles, ¡no!, millones, y emprenden su jornada a la misma hora, con el amanecer. Golpean el despertador con furia, se incorporan soñolientos de la cama y se dirigen corriendo al cuarto de baño, como si se acercase el fin del mundo. Mientras esperan a que se caliente el agua de la ducha, tiritando de frío y en calzoncillos, imaginan las calderas del infierno. Hacen pis, se quitan las legañas, se afeitan… pero no se reconocen en el espejo.
Al salir del portal de casa les invade el aire de la sierra y les crujen los huesos por dentro del abrigo. Inician entonces una huida hacia adelante: caminan con las solapas subidas, dejando sus huellas en la escarcha y con la rúbrica de una bufanda al viento. Se paran de vez en cuando a frotarse las manos, miran el reloj y en cada bostezo exhalan bocanadas de humo. Han dejado en cama a sus mujeres, roncando plácidamente, envueltas en las sábanas como si fuesen crêpes. La mitad del colchón abandonado va perdiendo su calor, y se esfuma el recuerdo del señor del invierno. Entonces las mujeres aprovechan para soñar con amantes exóticos, porque no les gusta el tacto de la lluvia y quieren dejar de ser autómatas del sexo.
El señor del invierno —que son muchos pero siempre es el mismo: el único, magnífico e inviolable— se mete en el coche, enciende la calefacción y no puede evitar quedarse pensativo. El vaho del parabrisas le recuerda a aquellas noches de pasión en el 600, cuando se acostaba con chicas desconocidas y generosas en los desmontes de la Ciudad Universitaria. Solía ser un paraje vacío, silencioso: brillaban los focos del campo de rugby y se notaba el frío de las manos en cualquier parte de la piel. Era un delirio arrancarse la ropa y morderse los labios. Allí dentro, con los cristales empañados por el calor de la carne, los gemidos eran más agudos y los orgasmos más duraderos. Pero el círculo de vaho siempre acaba evaporándose: sólo puedes escribir en él el nombre de los que ya se han ido. De los que ya no están.
El señor del invierno pone en marcha el motor y emprende rumbo a la oficina. Se mira de reojo en el retrovisor y no se reconoce.

Tuesday, November 27, 2007

Sunday, November 25, 2007

Everyman

-And the winner is... Philip Roth!!!
De los tres libros que os comenté el otro día, el que más me ha gustado (y el único que me ha convencido del todo) es Elegía, de Philip Roth. De hecho, los otros dos los he abandonado enseguida (el de Graham Swift por cansancio, el de Coetzee por aburrimiento) y creo que no dan la talla ni siquiera para hacer una lectura comparada (sirva esto de excusa para no tener que hacerla). Con éste, en cambio, sigo adelante, y con mucho gusto.


Las primeras páginas de Elegía son un ejemplo perfecto de eficacia, de oficio literario, de saber hacer. Nos sitúan en una situación muy concreta, el entierro de un hombre, y nos acercan en pocas líneas a su vida a través de sus familiares, compañeros y amigos: lo que opinan sobre él, cómo sienten su pérdida, los recuerdos que evocan, etc. Los dos párrafos con los que Roth cierra el entierro son modélicos, por su certeza, sencillez y naturalidad:

"La ceremonia había terminado. No había sucedido nada memorable. [...] Aquel día, de un extremo a otro del estado, habían tenido lugar quinientos entierros similares, rutinarios, normales [...]. Pero precisamente que sea algo corriente es lo más desgarrador, esa manera de caer en la cuenta, una vez más, de la realidad de la muerte.
En cuestión de minutos todos se habían marchado, con paso cansino y lágrimas en los ojos se habían alejado de la actividad menos predilecta de nuestra especie, y él se quedó allí. Por supuesto, como sucede cuando muere cualquiera, aunque muchos estaban consternados, otros se mantenían impasibles o se sentían aliviados o, por razones buenas o malas, se alegraban de veras".

Este constatar sin juzgar me parece definitivo, como la correlativa equiparación de todo hombre ante la muerte. Por eso el título en español (Elegía) me parece una traición totalmente innecesaria al espíritu original de la obra, titulada Everyman ("cualquiera", "todo hombre"). Que yo sepa, elegía es cuando se llora la pérdida de alguien. Implica tristeza, lamentación, desgarro, sentimiento, porque ya nada volverá a ser igual. El mundo va a tener que seguir adelante con una ausencia irreparable. Elegía es esto, aunque se puede transformar en esto otro.

Friday, November 23, 2007

La Cripta

Bajamos a una cripta, como la de Pombo. A ella se llega por unas escaleras que a veces están oscuras y que atraviesan dos puertas. Somos una secta inocente, bondadosa, de gente normal y corriente, simples bebedores de cañas y poco más. No hay gurús, gracias a Dios. Nos sentamos en torno a la mesa con nuestros folios y bebidas, si hay suerte nos acompaña alguna cesta de patatas y siempre nos flanquean los ceniceros. La sección de no fumadores ha muerto.
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Sin desmerecer a los demás (que hacemos lo que podemos), tengo que decir que hay dos voces muy especiales que resuenan en la bóveda de la cripta con visos de eternidad, creando una atmósfera de paz, de quietud, de magia. No hablo de contenido, sino de formas. Son dos voces femeninas, muy bonitas y sugerentes, una con deje catalán y otra con acento onubense. Más que hablar, susurran. Susssurrann... Yo diría, incluso, que parecen un pelín afónicas. No sé dónde está el secreto, si en la entonación, el ritmo o la cadencia, pero el caso es que transmiten mucha calma, delicadeza, suavidad. Es un placer escucharlas. (Por lo visto no es un don, sino que se lo curran antes en casa; así cualquiera...). Dan ganas de seguir oyéndolas durante horas, o días, o de grabarlas en un mp3 y que nos acompañen en el metro, en el tren, en el autobús, siempre contándonos historias. Muchas historias. Como a los niños.
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Por ejemplo: "El Rey está dolido. Ya no se le levanta".

Tuesday, November 20, 2007

El teatro Marcello

Roma, marzo de 2007.
Si se me permite el sacrilegio, con un poco de "editing" se lee mejor al Ferlosio más proustiano y recovecoso:
"El peregrino conglomerado constructivo en que al cabo de casi dos milenios había llegado a convertirse [...] me producía ya desde niño la más profunda sugestión: sobresaliendo apenas, a flor de superficie, en la enlucida y repintada fachada de un palacio [...], aparecían aquí y allá, gastados, desconchados, renegridos, pero aún en su asiento y disposición original, los romanos sillares del teatro. [...]
Y como roca viva, ciertamente, aparecían las reliquias de enegrecida sillería contra el cobrizo almagre de casas y palacio; naturaleza pretendían fingirse ante los ojos que las contemplaban [...], pues tampoco esa más profunda y acendrada resistencia que la sonda no logra perforar suele ser otra cosa más que ruina fósil de otra cultura más, exteriormente extinta, pero erguida en la sombra todavía."
(Rafael Sánchez Ferlosio, "Teatro Marcello, en la ciudad de Roma")

Thursday, November 15, 2007

Tres libros tres (o la condena)

Aprovechando un hueco en la agenda, voy a la biblioteca de Conde-Duque a devolver unos libros. Los llevo con bastantes días de retraso, pero ni la señora ni el ordenador se dan cuenta y no me penalizan. Decido entonces llevarme a casa otros tres. "Ya que estoy aquí...", pienso. Y ése es el maldito pensamiento, el origen del mal, el motivo de la catástrofe, el mismo y engañoso pensamiento que cada dos semanas me vence, y que lleva venciéndome años y años, casi toda mi vida, como una condena sin fin. ¿Cuándo podré decir que no, que me planto, que no quiero ya más, que a tomar viento fresco?
Me pongo a pasear entre las estanterías. Veo los colores de los lomos y muchas letras. De vez en cuando saco alguno con curiosidad, lo hojeo cinco segundos y lo vuelvo a dejar en su sitio. No me convence, aunque no sabría dar razones de este no convencimiento. Quizás el diseño de la portada, el texto de contracubierta, la cara del escritor en la solapa, la primera frase del libro...
No sé. Hoy tengo el cuerpo un poco caprichoso. Me apetece buena literatura, pero no quiero clásicos. Nada de clásicos. Algo cercano, apetecible, que me estimule por su proximidad en el tiempo, pero que no pertenezca a ningún compatriota. Sí, hoy me apetece un poco literatura extranjera contemporánea.
Finalmente, tras varias idas y venidas por el pasillo, elijo estos tres libros: Hombre lento de J. M. Coetzee, Elegía de Philip Roth y Fuera de este mundo de Graham Swift. De los tres autores he leído ya alguna cosa y guardo un buen recuerdo.
El próximo día os hablaré de la primera página de cada uno de ellos. Un modesto ejercicio de literatura comparada. Si la agenda me lo permite...

Monday, November 12, 2007

Lluvia (1929), de Joris Ivens

Se supone que me gusta leer y escribir, pero en realidad yo sería más feliz haciendo cosas como ésta, que -imagino- es lo que se hace cuando no se sirve para nada. Perfecto para mí.
Llueve sobre Ámsterdam: