Thursday, November 24, 2011

Las flores, los insectos y Marthe Taillefer

"Jed ignoraba entonces, al igual que Vanessa, que las flores son sólo órganos sexuales, vaginas abigarradas que adornan la superficie del mundo, entregadas a la lubricidad de los insectos. Los insectos y los hombres, y también otros animales, parecen perseguir un objetivo, sus desplazamientos son rápidos y orientados, mientras que las flores permanecen fijas y deslumbrantes en la luz. La belleza de las flores es triste porque son frágiles y están destinadas a morir, como todas las cosas que hay en la tierra, por supuesto, pero las flores muy especialmente, y su cadáver, como el de los animales, no es sino una grotesca parodia de su ser vital, y su cadáver, como el de los animales, hiede; todo esto uno lo comprende bien cuando ya ha vivido el paso de las estaciones y la podredumbre de las flores, y Jed lo había comprendido a la edad de cinco años y quizá antes, porque había muchas flores en el parque que rodeaba la casa de Raincy, y también muchos árboles, y sus ramas agitadas por el viento eran tal vez una de las primeras cosas que había visto cuando le paseaba en su cochecito una mujer adulta (¿su madre?), aparte de las nubes y el cielo. La voluntad de vivir de los animales se manifiesta mediante transformaciones rápidas -una humectación del orificio, una rigidez del tallo y más tarde la emisión de líquido seminal-, pero esto sólo lo descubriría más adelante, en un balcón de Port-Grimaud, gracias a Marthe Taillefer".
(Michel Houellebecq, El mapa y el territorio)

Thursday, November 17, 2011

Literatura infantil de las personas mayores

Olvidar todo lo que has leído es el paso previo necesario e imposible para poder escribir algo. Al menos para hacerlo libremente, sin vergüenza, sin miedo. Eso, o tener elefantiasis en el ego, una vanidad a prueba de bomba. Al contrario de lo que se suele decir (que la facultad literaria primordial es la memoria), la escritura nace de la amnesia... o del engreimiento.
El pudor es la tumba de los trémulos. La osadía el porvenir de los astutos.
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El primer polvorón del año es un manjar irrepetible: delicado, exquisito, lleno de sabor y de recuerdos. Nada que ver con el mismo polvorón -pesado, tosco, mantecoso- que tomamos dos meses después, en pleno empacho navideño.
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Siempre que se habla de la postura de Pla respecto a las novelas se repite esa boutade que soltó en una entrevista: “Un hombre que después de los 40 años aún lee novelas es un puro cretino”. Frase excesiva, insultante, contundente. Diciendo casi lo mismo, a mí me parece mucho más atinado y cabal lo que escribió el propio Pla en su Cuaderno gris: “Las novelas son la literatura infantil de las personas mayores”. A Pla le parecía bien todo lo que las novelas tienen de exposición, pero cuando empezaba el conflicto y se iniciaba la ficción del desenlace el libro se le caía de las manos indefectiblemente. Él mismo se reconocía un hombre sin imaginación.
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Otras frases de escritores sobre el género "novela": “La novela es un saco donde cabe todo” (Baroja); "Sabe demasiado para ser novelista" (Zola); “La novela: un hombre, una pasión, un paisaje” (Delibes); “Cuando se está enamorado, comienza uno por engañarse a sí mismo y acaba por engañar a los demás. Esto es lo que el mundo llama una novela” (Oscar Wilde); "Las grandes novelas son purificadoras porque en ellas se libera el ánimo de la ilusión de cada felicidad individual" (Baltasar Gracián); “Lo que hoy ha empezado como novela de ciencia ficción mañana acabará como reportaje” (Arthur C. Clarke); "Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiera narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que jamás se hayan escrito" (Papini); “Una buena novela nos cuenta la verdad sobre su héroe; pero una mala novela nos dice la verdad sobre su autor" (Chesterton).

Sunday, November 13, 2011

La máscara de John Keats

Se había hecho ya de noche. Quedaba poco para que cerraran. Desde una de las ventanas se veía la gente sentada en la escalinata de la plaza de España, siempre alegre, chispeante, luminosa, con su barullo de conversaciones. Dentro, el silencio absoluto: los libros, los cuadros, las cartas, las estatuas, las reliquias. Figuran como principales anfitriones los tres grandes héroes del Romanticismo inglés: Keats, Shelley y Lord Byron. En este recoleto club de poetas muertos, Keats se impone como el más muerto de todos; no me refiero a que ya no se le lea o a que se le haya olvidado antes que a los otros, sino a que es el más célebre en tanto que difunto, seguramente porque murió en una habitación de esta casa con sólo veinticinco años, inaugurando la celebración de su mito.
Sentados en el salón-biblioteca, la joven inglesa y el viejo alemán permanecen absortos en sus lecturas. Ella, que lee una biografía sobre el autor de la Oda a un ruiseñor, se levanta al verme llegar y me da la bienvenida a la casa-museo, con grandes muestras de amabilidad. Se nota que le da vergüenza. No es guapa pero sí de rasgos agradables, lleva un vestido de color oscuro con motas granates, zapatos de poco tacón y va peinada con un moño de estilo antiguo. Me explica brevemente la disposición de las salas, su contenido sumario y las normas del lugar: puedo hacer fotos sin flash y sentarme en cualquier silla; la única parte del mobiliario que está vedada a mi cansancio, bromea finalmente, es la cama de John Keats. Y sonríe con timidez. Desde el otro lado de la sala, el viejo alemán ríe estúpidamente el chiste protocolario, supongo que repetido a todos los visitantes, y nos mira (nos busca los ojos) esperando un gesto de reconocimiento; es un hombre escuálido y larguirucho, de nariz grande, pelo rapado, gafas redondas, pantalones de pana azul marino y jersey de pico por donde asoma el borde de una camiseta blanca; finge que lee uno de los folletos del museo, pero lo que en realidad quiere es entablar conversación con la joven, y al rato acaba haciéndole una pregunta insulsa como excusa para acercarse.

El fantasma de Keats saluda a su máscara mortuoria. (Roma, 31-10-2011)

Keats vivió aquí con el pintor John Severn los últimos meses de su vida, ya enfermo de tuberculosis. Siguiendo las prescripciones de los médicos, que le habían recomendado escapar del áspero clima inglés, llegaron en barco a Nápoles el 21 de octubre de 1820. Tras permanecer diez días de cuarentena en el puerto, ante la sospecha de las autoridades de que se había producido un rebrote de cólera en Inglaterra, entraron por fin en Roma el 15 de noviembre, donde un doctor escocés les buscó hospedaje en esta casa de la piazza di Spagna. Salvo los paseos diarios por el Pincio en compañía de un joven oficial de la Armada británica, el teniente Elton, convaleciente de tisis, Keats apenas tuvo tiempo de disfrutar de la Ciudad Eterna. Pasó los dos últimos meses de vida metido en cama, sufriendo los agónicos tormentos de la enfermedad, consciente de estar luchando sin esperanza por prolongar «una existencia póstuma». Murió la noche del 23 de febrero de 1821 en brazos de su amigo Severn. En cumplimiento de las leyes vaticanas contra la propagación de las infecciones, se ordenó quemar todo el mobiliario de la habitación, incluidas las cortinas y el papel de la pared.
La historia, así contada en los carteles del museo, me resulta demasiado extraña, casi absurda. El viaje de salud de un prometedor genio de las letras que, tras incontables dolores, morirá en soledad lejos de su patria, en una ciudad de belleza infinita de la que no logra ver prácticamente nada. Frente a esa realidad tozuda, inverosímil, se erige la poderosa maquinaria de la mitología literaria, que se condensa en estas vitrinas.

Friday, November 11, 2011

La poesía de la naturaleza

El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011) y Melancholia (Lars Von Trier, 2011) son dos películas raras, difíciles, supuestamente coñazo y pretenciosas. Me han gustado. Sólo por la belleza de las imágenes con la música merece la pena el esfuerzo (el esfuerzo de salirse de lo convencional y dejarse llevar por lo extraño). Es difícil ver buena poesía en el cine, y aquí la hay. No soportaríamos estar viendo películas así todas las semanas (nos podríamos pegar un tiro en la butaca, entre el asombro y el tedio), pero por esta vez no pasa nada y hasta se disfruta. Se queda uno embobado, con la boca abierta.
De las películas que he visto de ambos directores -siempre controvertidos, amados/detestados, excesivos, bla bla bla-, estas dos son las que más me han gustado. Las dos comparten una emocionante poesía de las imágenes que, unida a la maravillosa música, nos lleva a un estado de suspensión. El árbol de la vida tiene muchísima más sustancia -en todos los sentidos- que Melancholia; es más verdadera, te hace sentir (y pensar y recordar y etc) más. La otra es más artificial (a pesar de ser más convencional), pero también tiene algo.
En El árbol de la vida la parte del origen del universo es demasiado larga y surge demasiado pronto. No te ha dado tiempo a entrar la vida de la familia y ya te transportan nada menos que al principio de los tiempos. Ahí, supongo, es donde muchos se deben de salir del cine. Las imágenes son impresionantes, pero rompe innecesariamente. No hacía falta tanto ni tan pronto. Alguna imagen, bien, pero el resto mejor dejarlo para el documental de La 2, sobre todo lo de los dinosaurios, creo yo. Está bien dar a elegir entre el camino de la gracia y el de la naturaleza, pero incluso en el camino del exceso se debe guardar cierta medida. El final también resulta un pelín excesivo. Uno puede estar fluctuando sin problema, kantianamente, entre lo bello y lo sublime, pero permanecer encaramado a lo sublime durante horas resulta una postura un poco incómoda.
Mientras veía Melancholia pensaba en una mezcla posmoderna de Marnie la ladrona y Los pájaros. La primera parte recuerda a Celebración, seguramente lo mejor que ha dado el dichoso movimiento Dogma. Lo mejor de la película: Wagner.

Wednesday, November 09, 2011

Lo que queda del día

Da cierto reparo expresarlo así, como algo contundente, ya cerrado, pero ha sido uno de los mejores viajes que recuerdo, quizás -aunque no, sé perfectamente que ésta no puede ser la razón- porque es el último. Cinco días enteros disfrutados en Roma, aprovechados al máximo, estrujados en su jugo sin la menor compulsión, todo con mucha calma, tranquilamente, sin prisas. Cinco días que darán para mucho, creo, espero, para mucha vida, imágenes y sensaciones que ocupan bastante más que cinco días, o tres semanas, incluso meses. En estas cosas se resume lo valioso de una vida, the remains of the day, lo que queda del día. Una Roma otoñal con clima primaveral -el sol siempre luciendo entre los árboles, la chaqueta en la mano, sentarse en las terrazas-, poco más se puede pedir. Podrá uno refugiarse en estos recuerdos cuantas veces quiera, siempre que lo necesite o le apetezca. Y no será simple ejercicio de nostalgia o evasión o trampa, no, serán verdadera vida. Podré descansar y relajarme y abastecerme en ellos y recrearlos y prolongarlos en esa maravilla del detalle que, al revivirse, adquiere toda su profundidad, su extensión, su variedad de matices, su infinita esencia. Proust y compañía.




Villa Medici


Los lugares de siempre, inevitables, magníficos, siempre nuevos, nunca repetidos, los lugares nunca vistos, sólo soñados o imaginados o leídos, el regreso al espacio -ya mitológico en la vida de uno- de aquel verano que permanece: el barrio de San Lorenzo. Cuatro años es poco o mucho o nada, no lo sé aún. Dijo alguien que no se debe volver al lugar donde uno ha sido feliz (busco en google y pone que es una frase de Sabina, Joaquín, el cantautor, y no sé por qué ya se me ha chafado un poco la cita, me imagino la cara de Sabina diciéndola, escuálido, con esas rimas que siempre riman, ripios de sombrero y humo de cigarro y progresía, y se estropea, se agrieta, ya no vale lo mismo, quiero pensar que alguien mejor lo dijo antes), pero quizás sí se debe volver a donde uno fue feliz y estuvo triste y alegre y se divirtió (mucho) y se aburrió (poco) y disfrutó de la tragicomedia de la vida. He vuelto y he recordado y he revivido y no ha habido tristeza ni sensación de pérdida, sino el misterio del paso del tiempo, que en el fondo no es sino una melancólica alegría, la sustancia de lo que todo está hecho. Sólo puedo anunciar (por si a alguien -no creo- le importara) que I Tre Lampiani ya no existe.
No, no quiero enumerar ahora, ni nombrar nada, no hay urgencia ni afán de recopilación. Dejemos reposar los recuerdos. Poco a poco irán desgranándose las cosas por sí solas, en los momentos oportunos, celebrándose y multiplicándose y extendiéndose como una mancha que todo lo limpia porque el único suelo sucio es el presente, la negación del futuro (o del pasado perdido), esta crisis que no terminará jamás, los debates ridículos, las elecciones, la rutina.

Saturday, November 05, 2011

Santa Maria Sopra Minerva

Un techo azul con estrellitas doradas, como de papel de regalo navideño. La puerta trasera, con cristal ovalado, que da a un callejón misterioso. El Elefantino en obras, rodeado de andamios. Un místico concentrado en la oración, que deja caer sobre su cabeza los rayos luminosos de la Santísima Trinidad. Tiene las piernas elásticas, de goma, como en los dibujos animados.

Roma, 3 de noviembre de 2011