Friday, August 29, 2008

La transparencia en la escritura

Estoy de acuerdo con esto que dice Umbral en Mortal y rosa: "Si no hay transparencia no hay escritura. [...] El escritor tiene que dejar pasar la luz del mundo sobre la cuartilla, el sol sobre la escritura. Casi todos los escritores estorban a su obra, están delan­te de ella, echan su sombra encima de la prosa".
Pero no suscribiría la explicación que hace justo a continuación (lo que invalida, supongo, el sentido de mi anterior acuerdo):
"La prosa es prosa porque tiene sombra, la sombra del tío que está encima. Si no tiene sombras es poesía. El que luego le reconozcan a uno por lo que escribe es otra cosa, entra ya en la mera profesionali­dad, en la anécdota cultural. ¿Y el estilo? El estilo es la modulación que toma el lenguaje al pasar por nosotros, como la curva que adop­ta el agua en una jarra. Sobre todo, no echar sombra. Si no se en­cuentra usted transparente, no escriba. Váyase a la compra y hágale los recados a su esposa. El mundo se hace lenguaje en ti, en mí. Peor que echar borrones es echar sombras. El mundo se describe a sí mismo, como vemos funcionar a los teletipos. No hay más que pasar de vez en cuando y arrancar la hoja.
Escribo por el placer de desaparecer. Es mi forma de transparencia. Todos hemos querido ser invisibles alguna vez. El éxtasis, la levitación. El mundo y la escritura se intercambian reflejos, luces, y yo estoy en medio, entre dos fuegos, desaparecido, sin peso. Escribir es ausentarse. Escribir es perder peso. Un adelgazamiento súbito".
Este último párrafo resulta poco creíble en un escritor que proyecta tanta sombra de sí mismo sobre el papel como Umbral, ¿no?

Saturday, August 23, 2008

La visión del oficinista soltero

"Todavía no conoce Inglaterra lo bastante bien para recrearla en prosa. Ni siquiera está seguro de que pueda recrear las partes de Londres con las que está familiarizado, el Londres de las multitudes arrastrándose al trabajo, del frío y de la llu­via, de habitaciones alquiladas sin cortinas en las ventanas y bombillas de cuarenta vatios. Si lo intentara, sospecha que lo que saldría no sería distinto del Londres de cualquier otro ofi­cinista soltero. Puede que tenga su propia visión de Londres, pero esa visión no tiene nada único. Si posee cierta intensidad, es solo porque es estrecha, y es estrecha porque no conoce nada fuera de sí misma. No ha dominado Londres. Si alguien domina a alguien, es Londres quien le domina a él".
(J. M. Coetzee, Juventud)

Wednesday, August 20, 2008

De noche

Estoy solo. Sale vapor del lavavajillas. Cierro las cerraduras de la puerta. Oigo mis pasos por el pasillo. Pienso en el hospital.

Tuesday, August 19, 2008

Las maniquíes deprimidas

Entre los hechos y las verdades, la literatura. Un Cheever enloquecido, seco, lírico, muy duro... Perfecto:
"Hay niños que perecen ahogados, hermosas mujeres que mueren destrozadas en accidentes de coche, cruceros que naufragan y hombres que fallecen de una lenta muerte en submarinos y minas, pero nada de esto hallará el lector en mi narrativa. En el último capítulo, el barco llega intacto a puerto, los niños se salvan, y los mineros son rescatados. ¿Es una flaqueza cursi o la convicción de que hay verdades morales discernibles? El señor X defecó en el cajón superior de la cómoda de su esposa. Esto es un hecho, pero yo digo que no es una verdad. Al describir St. Botolphs, preferiría pintar la ribera oeste del río, donde las casas eran blancas y tañían las campanas de la iglesia, pero al otro lado del puente había una fabrica de cubiertos de plata, las viviendas de las que era propietaria la señora Cabot y el hotel Comercial. Cuando baja la marea, es posible percibir el olor a gasolina del mar en las ensenadas del Travertine. Los titulares del periódico de la tarde hablaban de un asesinato en la carretera nacional. Las mujeres de las calles eran feas. Incluso las maniquíes de los escaparates parecían cargadas de hombros, deprimidas y ataviadas con ropas que no les sentaban bien. Hasta la novia, en su exultación, daba la impresión de haber recibido malas noticias".
(John Cheever, Las joyas de los Cabot)

Sunday, August 17, 2008

Usain Bolt

Bolt es el único campeón olímpico que nos puede gustar a los perdedores, a los que no tenemos ansia de ganar, a los que preferimos perder porque no nos gusta ganar, porque vencer con esfuerzo nos parece de mal gusto. Preferimos perder (ganar por ganar nos hace sentirnos mal) y hacemos lo que está en nuestra mano para conseguirlo.
Bolt tiene el detalle genial de dejarse llevar en los últimos metros, celebrando su triunfo por anticipado y reivindicándose ante el mundo, ante la grada. No es chulería (aunque lo parezca) sino elegancia y gusto por la vida. Es la única forma elegante de ganar, como sin esfuerzo. Cualquier otro hubiese apurado las fuerzas para batir con más claridad el récord mundial, machacando al crono y a los otros, con repugnante avaricia. Pero él supo ver que la vida no es sólo cuestión de números, de cifras, de datos, y le hizo una concesión a la estética. Cuando sobra calidad, uno tiene la obligación de ser espléndido, generoso... y disfrutar del momento.
La soltura de Bolt, esa facilidad con la que corre, esa potencia ligera, esa suavidad de movimientos... son atributos indudables de la belleza (me recuerdan a Zidane). Y si el triunfo no está subordinado a la belleza, no tiene ningún valor, ningún sentido.




Bolt: el más rapido de los rápidos, con mucha diferencia.

Saludando al tendido. Impresionante.

Thursday, August 14, 2008

Números, tiempos, edades

"—Joyce fue autor de tres novelas —explicó Tom—. Balzac escribió noventa. ¿Supone eso una gran diferencia para nosotros?
—Para mí, no.
—Kafka escribió su primer relato en una noche. Stendhal escribió La cartuja de Parma en cuarenta y cinco días. Melville escribió Moby Dick en dieciséis meses. Flaubert dedicó cinco años a Madame Bovary. Musil trabajó dieciocho años en El hombre sin atributos y murió antes de acabarlo. ¿Nos importa algo de eso ahora?
La pregunta no parecía exigir respuesta.
—Milton era ciego. Cervantes sólo tenía un brazo. A Christopher Marlowe lo mataron de una puñalada en un reyerta de taberna antes de que cumpliera los treinta. Al parecer, el puñal le atravesó limpiamente un ojo. ¿Qué debemos pensar de eso?
—No sé, Tom. Dímelo tú.
—Nada. Absolutamente nada.
—Me inclino a compartir tu opinión.
—Thomas Wentworth Higginson «corrigió» los poemas de Emily Dickinson. Un engreído analfabeto que calificó Hojas de hierba de libro inmoral se atrevió a tocar la obra de la divina Emily. Y el pobre Poe, que murió loco y borracho en una alcantarilla de Baltimore, tuvo la desgracia de elegir a Rufus Griswold como albacea literario. Sin sospechar siquiera que Griswold lo despreciaba, que su presunto amigo y defensor pasaría años tratando de destrozar su reputación. [...]
—Sí —convino Tom—. Los cuarenta es muy pronto. Pero piensa en cuántos escritores no han llegado a esa edad.
—Christopher Marlowe.
—Muerto a los veintinueve. Keats, a los veinticinco. Georg Büchner, a los veintitrés. Imagínate. El mayor dramaturgo alemán del siglo diecinueve, desaparecido a los veintitrés años. Lord Byron, a los treinta y seis. Emily Bronte, a los treinta. Charlotte Bronte, a los treinta y nueve. Shelley, sólo un mes antes de cumplir los treinta. Sir Philip Sidney, a los treinta y uno. Nathanael West, a los treinta y siete. Wilfred Owen, a los veinticinco. Georg Trakl, a los veintisiete. Leopardi, García Lorca y Apollinaire, a los treinta y ocho. Pascal, a los treinta y nueve. Flannery O'Connor, a los treinta y nueve. Rimbaud a los treinta y siete. Los dos Crane, Stephen y Hart, a los veintiocho y treinta y dos. Y Heinrich von Kleist, el autor favorito de Kafka, muerto a los treinta y cuatro en un doble suicidio con su amante."
(Paul Auster, Brooklyn Follies)

Tuesday, August 12, 2008

La chica del cuento

Hemingway en el París bohemio de los años veinte. La realidad y la ficción:
"Era un café simpático, caliente y limpio y amable, y colgué mi vieja gabardina a secar en la percha y puse el fatigado sombrero en la rejilla de encima de la banqueta, y pedí un café con leche. El camarero me lo trajo, me saqué del bolsillo de la chaqueta una libreta y un lápiz y me puse a escribir. Estaba escribiendo un cuento que pasaba allá en Michigan, y como el día era crudo y frío y resoplante, un día así hizo en mi cuento. Por entonces, ya los fines de otoño se me habían echado encima de niño y de muchacho y de joven, y, puestos a describirlos, en unos lugares salía mejor que en otros. A eso se le llama trasplantarse, pensé, y a lo mejor les conviene tanto a las personas como a otras especies cuando crecen. Pero en mi cuento los amigos bebían unas copas y me entró sed y pedí un ron Saint James. Sabía a maravilla con aquel frío y seguí escribiendo, sintiéndome muy bien y sintiendo que el buen ron de la Martinica me corría, cálido, por el cuerpo y por el espíritu.
Una chica entró en el café y se sentó sola a una mesa junto a la ventana. […] La miré y me turbó y me puso muy caliente. Ojalá pudiera meterla en mi cuento, o meterla en alguna parte, pero se había situado como para vigilar la calle y la puerta, o sea que esperaba a alguien. De modo que seguí escribiendo.
El cuento se estaba escribiendo solo y trabajo me daba seguirle el paso. Pedí otro ron Saint James y sólo por la muchacha levantaba los ojos, o aprovechaba para mirarla cada vez que afilaba el lápiz con un sacapuntas y las virutas caían rizándose en el platillo de mi copa.
Te he visto, monada, y ya eres mía, por más que esperes a quien quieras y aunque nunca vuelva a verte, pensé. Eres mía y todo París es mío y yo soy de este cuaderno y de este lápiz.
Luego otra vez a escribir, y me metí tan adentro en el cuento que allí me perdí. Ya lo escribía yo y no se escribía solo, y no levanté los ojos ni supe la hora ni guardé noción del lugar ni pedí otro ron Saint James. Estaba harto de ron Saint James sin darme cuenta de que estaba harto. Al fin el cuento quedó listo y yo cansado. Leí el último párrafo y luego levanté los ojos y busqué a la chica y se había marchado. Por lo menos que esté con un hombre que valga la pena, pensé. Pero me dio tristeza.
Cerré la libreta con el cuento dentro y me la metí en el bolsillo de la cartera, y pedí al camarero una docena de portuguesas y media jarra del blanco seco que allí servían. Al terminar un cuento me sentía siempre vaciado y a la vez triste y contento, como si hubiera hecho el amor, y aquella vez estaba seguro de que era un buen cuento, aunque para saber hasta dónde era bueno había que esperar a releerlo al día siguiente."
(Ernest Hemingway, París era una fiesta)

Sunday, August 10, 2008

Ménage à trois (o el laberinto de Londres)

"A la salida tomaron un taxi y siguieron discurseando.
Y el taxista, un paquistaní, durante los primeros minutos los observó por el espejo retrovisor, en silencio, como si no diera crédito a sus oídos, y luego dijo algo en su lengua y el taxi pasó por Harmsworth Park y el Imperial War Museum, por Brook Street y luego por Austral y luego por Geraldine, dando la vuelta al parque, una maniobra a todas luces innecesaria.
Y cuando Norton le dijo que se había perdido y le indicó qué calles debía tomar para enderezar el rumbo el taxista permaneció, otra vez, en silencio, sin más murmullos en su lengua incomprensible, para luego reconocer que, en efecto, el laberinto que era Londres había conseguido desorientarlo.
Algo que llevó a Espinoza a decir que el taxista, sin proponérselo, coño, claro, había citado a Borges, que una vez comparó Londres con un laberinto. A lo que Norton replicó que mucho antes que Borges Dickens y Stevenson se habían referido a Londres utilizando ese tropo. Cosa que, por lo visto, el taxista no estaba dispuesto a tolerar, pues acto seguido dijo que él, un paquistaní, podía no conocer a ese mentado Borges, y que también podía no haber leído nunca a esos mentados señores Dickens y Stevenson, y que incluso tal vez aún no conocía lo suficientemente bien Londres y sus calles y que por esa razón la había comparado con un laberinto, pero que, por contra, sabía muy bien lo que era la decencia y la dignidad y que, por lo que había escuchado, la mujer aquí presente, es decir Norton, carecía de decencia y de dignidad, y que en su país eso tenía un nombre, el mismo que se le daba en Londres, qué casualidad, y que ese nombre era el de puta, aunque también era lícito utilizar el nombre de perra o zorra o cerda, y que los señores aquí presentes, señores que no eran ingleses a juzgar por su acento, también tenían un nombre en su país y ese nombre era el de chulos o macarras o macrós o cafiches. [...]
Cuando cesaron de patearlo permanecieron unos segundos sumidos en la quietud más extraña de sus vidas. Era como si, por fin, hubieran hecho el ménage à trois con el que tanto habían fantaseado.
Pelletier se sentía como si se hubiera corrido. Lo mismo, con algunas diferencias y matices, Espinoza. Norton, que los miraba sin verlos en medio de la oscuridad, parecía haber experimentado un orgasmo múltiple. Por Saint George’s Road pasaban algunos coches, pero ellos eran invisibles a cualquiera que a aquella hora transitara a bordo de un vehículo. En el cielo no había ni una sola estrella. La noche, sin embargo, era clara: lo veían todo con detalle, incluso los contornos de las cosas más pequeñas, como si de pronto un ángel hubiese puesto sobre sus ojos unos lentes de visión nocturna. Sentían la piel tersa, suavísima al tacto, aunque en realidad los tres estaban sudando."
(Roberto Bolaño, 2666)

Wednesday, August 06, 2008

El Madrid literario, según Clarín

"Todos los literatos de Madrid acuden a una cervecería; todos se conocen, todos se tratan; todos se despellejan verbalmente y se adulan por escrito. Hablar bien de un escritor a otro del mismo género es crearse un enemigo casi siempre y decir algo malo por escrito del antes elogiado de palabra es tener ya dos enemigos. Lo corriente es lo contrario: a Fulano se le habla mal de Mengano y ya hay un amigo, Fulano; en la prensa se alaba a Mengano y ya hay dos amigos. No hacer esto es sembrar culebras o vidrios rotos: cuando se echa a andar los pies chorrean sangre a los pocos pasos. El mejor día, cuando más sol lleváis en el alma, os encontráis con que os odia toda una multitud; habéis hecho, como Abraham, un gran pueblo, pero de enemigos. Porque éstos se engendran unos a otros; el enemigo literario nace también por analogía, si habláis mal de un poeta malo se dan por aludidos todos los que se le parecen. Y además, queda para odiaros aquella muchedumbre de los que os mandan libros que no leéis, a pesar de las dedicatorias en que abunda lo de «ilustre y eminente»; queda para odiaros la turba multa de los periodistas que se creen retratados cuando pintáis al periodista ignorante, atrevido y de intención aviesa; queda para odiaros el pópulo bárbaro de los majaderos que siguen a los necios como otras tantas resonancias del absurdo; y quedan para odiaros el dilettante de la injuria; el amateur de la envidia, que ya aborrecen antes de saber a quién.
¡Es tan suave, tan perfumado el ambiente en que vive el crítico benévolo! Júntanse autores y críticos, la cortesía les impone la alabanza, el amor propio convierte en sustancia las fórmulas de la cortesía, la vanidad se sube a la cabeza, y a poco rato de estar juntos, todos están borrachos de vanagloria; hay luz en todos los ojos, carmín en todas las mejillas; todos ríen, las carcajadas se toman por esprit, cualquier salida de tono pasa por rasgo de ingenio: aquello es una orgía de vanidades...
Y ¿cómo huir de esta vida artificial, y falsa viviendo en Madrid, en ese Madrid literario tan pequeño? Punto menos que imposible. Habría que ser un asceta. Pero, un asceta ¿continuaría siendo crítico?"

(Un viaje a Madrid, Leopoldo Alas Clarín)

Friday, August 01, 2008

Pasear es escribir, escribir es pasear

"—Pasear —respondí yo— me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada. Sin pasear y recibir informes no podría tampoco rendir informe alguno ni redactar el más mínimo artículo, y no digamos toda una novela corta. Sin pasear no podría hacer observaciones ni estudios. En un bello y dilatado paseo se me ocurren mil ideas aprovechables y útiles. Encerrado en casa, me arruinaría y secaría miserablemente. Para mí pasear no sólo es sano y bello, sino también conveniente y útil. Un paseo me estimula profesionalmente y a la vez me da gusto y alegría en el terreno personal; me recrea y consuela y alegra, es para mí un placer y al mismo tiempo tiene la cualidad de que me excita y acicatea a seguir creando, en tanto que me ofrece como material numerosos objetos pequeños y grandes que después, en casa, elaboro con celo y diligencia. Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. [...]
Con supremo cariño y atención ha de estudiar y contemplar el que pasea la más pequeña de las cosas vivas, ya sea un niño, un perro, un mosquito, una mariposa, un gorrión, un gusano, una flor, un hombre, una casa, un árbol, un arbusto, un caracol, un ratón, una nube, una montaña, una hoja o tan sólo un pobre y desechado trozo de papel de escribir, en el que quizá un buen escolar ha escrito sus primeras e inconexas letras. Las cosas más elevadas y las más bajas, las más serias y las más graciosas, le son por igual queridas y bellas y valiosas. No puede llevar consigo ninguna clase de sensible amor propio y sensibilidad. Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones, como el bravo, servicial y dispuesto al sacrificio soldado en campaña. De otro modo, pasea tan sólo con media atención y medio espíritu, y eso no vale nada. Tiene que ser capaz en todo momento de compasión, de identificación y de entusiasmo, y ojalá que lo sea. Tiene que alzarse a elevado arrebato y hundirse y saber descender a la más profunda y mínima cotidianeidad, y probablemente sabe. Espíritu, entrega y fidelidad lo satisfacen y elevan sobre su propia e insignificante persona de paseante, que con demasiada frecuencia tiene reputación y mala fama de vagabundeo e inútil pérdida de tiempo.
Secreta y misteriosamente, siguen al paseante toda clase de hermosos y sutiles pensamientos de paseo, de tal modo que en medio de su celoso y atento caminar tiene que parar, detenerse y escuchar, que está cada vez más arrebatado y confundido por extrañas impresiones y por la hechicera fuerza del espíritu, y tiene la sensación de ir a hundirse de pronto en la tierra o de que ante sus ojos deslumbrados y confusos de pensador y poeta se abre un abismo. La cabeza se le quiere caer, y los por lo demás tan vivos brazos y piernas están como petrificados. Paisaje y gente, sonidos y colores, rostros y figuras, nubes y sol giran como sombras a su alrededor, y ha de preguntarse: «¿Dónde estoy?». Tierra y cielo fluyen y se precipitan de golpe en una niebla relampagueante, brillante, apelotonada, imprecisa; el caos empieza, y los órdenes desaparecen. Trabajosamente, el conmocionado intenta mantener su sano conocimiento; lo consigue, y sigue paseando confiado.
Al paseante le acompaña siempre algo curioso, reflexivo y fantástico, y sería tonto si no lo tuviera en cuenta o incluso lo apartara de sí; pero no lo hace; más bien da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones, hace amistad y confraterniza con ellas, porque le encantan, las convierte en cuerpos con esencia y configuración, les da formación y ánima, mientras ellas por su parte lo animan y forman. En una palabra, me gano el pan de cada día pensando, cavilando, hurgando, excavando, meditando, inventando, analizando, investigando y paseando tan a disgusto como el que más".
(Robert Walser, El paseo)