El sábado pasado fuimos a pasar el día a Sigüenza. Yo tenía la idea de haber estado de pequeño, porque teníamos en casa de mis padres un pisapapeles del Doncel, pero les pregunté el otro día y no se acordaban de habernos llevado de pequeños. Tendré que preguntarles a mis hermanos. El pisapapeles, por cierto, desapareció misteriosamente un día. No creo que todo sea un sueño.
Nada más entrar en Sigüenza nos encontramos con un montón de pancartas que colgaban de los balcones: “Sigüenza quiere su obispo. Don Atilano quédese con nosotros”; “Sigüenza ciudad episcopal desde el 589. Bienvenido Don Atilano”, etc. Lo primero que pensé fue en Berlanga y Bienvenido Mr. Marshall. Era como haber retrocedido sesenta años en la historia de España. A continuación vimos que en la calle principal estaban haciendo una alfombra larguísima con serrín de colores (o algún producto similar). Ya entonces le dije a La Esfinge: “Aquí va a pasar algo espectacular, digno de ser contado en el blog”. Pero la verdad es que estos días no he tenido ganas de contarlo… Ni ahora me apetece mucho, pero en fin, espero no destrozar mucho la historia.
Visitamos la catedral, saludamos al Doncel, nos tomamos un refresco en la plaza del ayuntamiento (hacía un día de sol estupendo) y subimos al castillo-parador. Después volvimos a bajar la cuesta y fuimos a comer a un mesón del centro. Especialidades del lugar: migas con chorizo y cabrito. Con el estómago hinchado volvimos a la calle principal y vimos que el espectáculo estaba a punto de comenzar. Cientos de personas flanqueaban la alfombra de colores, esperando la llegada del obispo para aclamarle. También había mucha gente en los balcones, con las imprescindibles banderas. Aquello prometía, parecía aún más surrealista de lo esperado. Me pedí un heladito de ron con pasas para desengrasar y disfrutar más, si cabe, del momento. Un grupo de gaiteros asturianos amenizó la espera.
Se empezó a ver cómo por el principio de la cuesta subía la comitiva: una hilera de monaguillos y curas y, después, bajo la sombra del palio, el aclamadísimo Don Atilano.
Cuando la comitiva se aproximaba a nuestra zona, le dije a La Esfinge: “Esto no me lo pierdo, yo me pongo en primera fila”. Me situé junto a la vallas, al lado de unas señoras mayores, y saqué la cámara de fotos, por lo que pudiera pasar. Cuando el obispo estaba apenas a unos metros, las señoras que tenía a mi lado se pusieron a gritar como histéricas: “¡¡¡¡¡Moonsseññoooorr, Atilaaaaaannooo, Atilaaaaannnnooo!!!!”. Que ni las fans de Bisbal se desgarran tanto la voz. Me entró la risa floja al ver a las señoras enloquecidas, y más cuando vi al dichoso Atilano, abotargado y narigudo, sonriendo a las masas con toda la pinta de sátiro. Ni Berlanga hubiese elegido mejor esa cara... Las señoras seguían gritando “¡¡¡Atilaaaaaannooo, Atilaaaaannnnooo!!!!” hasta que el obispo se percató y se acercó a saludarlas. Las conocía de algo. Yo veía al obispo acercándose a donde estaba yo y no podía parar de reírme y de hacer fotos.
Dejo aquí la secuencia (fijaos en el hilillo de saliva entre los dientes... puaggg):