Conviene
 ir probando distintas variantes de transportes, horarios y accesos de 
llegada, cerrando los círculos abiertos por la posibilidad: 
permutaciones de la experiencia en una ciudad solo idéntica a sí misma. 
Cada tentativa modifica los contornos de la quimera, inaugura sus 
cimientos y reformula sus acabados. Porque Venecia es un lugar irreal, 
la representación de un sueño —más que dilatado, antiguo—, el reflejo de
 una realidad que se esfuma, que siempre está escapándose de entre los 
dedos. La metáfora más exacta se ofrece sin vacilación al visitante: laberinto de espejismos.
Quizá
 lo más prudente sería no escribir ya más de Venecia. No ensuciar con 
más tinta las aguas de sus canales, suficientemente anegados por la 
literatura. Se ha dicho demasiado ya. Se ha inflado en exceso la Idea, 
encumbrada hasta el delirio por esnobs, estetas y turistas, a menudo 
reunidos en la misma persona. Y todos los que llegan, como es natural 
(“no voy a ser menos”), quieren participar de ese banquete sublime de la
 Belleza, reconocerse en su excelsitud, como un espejo que —solo por el 
deseo de compartir su secreto— nos devolviese una imagen mejorada de 
nosotros mismos. Sería absurdo tratar de dar muerte al hechizo, para qué
 buscarle las cosquillas al difunto, imposible poner nerviosa a La 
Serenísima. Por muchas precauciones que tomemos, caeremos sin remedio en
 las redes de su encanto. El paisaje veneciano, hermético o impúdico o 
en suspenso, sigue invitando a la celebración.
Para
 mí Venecia se resume en el lamento de la cuerda de amarre, que se 
retuerce y cruje, como una tabla de madera, al atracar momentáneamente 
el vaporetto en los hierros de la estación flotante. Es un instante 
preñado de eternidad, un instante que lo significa todo. No se necesita 
más.
