Recuerdo la primera vez que leí la fórmula del Herem que promulgó la comunidad judía de Ámsterdam para expulsar de su seno a Baruch de Spinoza. Era una tarde de invierno, en principio trivial y anodina, como si yo fuese el protagonista de una novela de Benet.
Anochecía tras los cristales. Todo estaba en silencio. Por los pasillos
de la facultad (Filosofía, Complutense, Madrid) no había nadie en aquel
momento. De repente una voz grave, siniestra, profunda, empezó a
resonar en mi cabeza conjugando verbos crueles: excluimos, expulsamos, maldecimos, execramos. Quedé profundamente sobrecogido.
Estaba
leyendo, como solía hacer, en una de las bancadas de madera del primer
piso, frente a la cristalera hiperfragmentada del vestíbulo, apenas
separado del vacío por una barandilla. Era la hora habitual de los
estudiantes noctámbulos y de los profesores primerizos o denostados;
también a veces pasaban con su mopa las señoras de la limpieza. Pero
aquel día no había nadie. Maldito sea de día, maldito sea de noche; maldito sea durante el sueño y durante la vigilia. Maldito sea al entrar y al salir. Quiera el Eterno jamás perdonarle. Retumbaba la cólera divina en cada maldición, en cada condena. Como disparos de mosquetón en un fusilamiento.
El reloj de la facultad —un reloj redondo, futurista, como recién salido de Metrópolis de Fritz Lang, o eso me gustaba imaginar— daba siempre las demasiado pronto,
una hora que parecía irreal, infinita, una hora que nunca llegaba, que
se desvanecía en la lectura, en la letra impresa, página tras página, y
moría, como las olas de las canciones francamente mejorables, antes de
llegar a la orilla. Que su nombre sea borrado de este mundo (…) Sabed
que no debéis tener con él comunicación alguna, ni oral ni escrita, ni
hacerle ningún favor, ni permanecer con él bajo techo, ni acercársele a
menos de cuatro codos, ni leer cosa alguna por él escrita. Noté en mis brazos los pelos de punta.
Acababa de abrir La sinagoga vacía. Un estudio de las fuentes marranas del espinosismo, el libro escrito por Gabriel Albiac
que había tomado prestado en la biblioteca. Aunque se había publicado
solo una década antes, parecía un ejemplar antiguo, como curtido en piel
de oveja, casi un incunable. Durante años lo estuve buscando sin éxito
por las librerías de viejo. Nada. Imposible.
Portentoso entramado de erudición, pensamiento y poesía, La sinagoga vacía abre tantas puertas a la conciencia como laberintos y espejos hay en los versos de Borges.
Es un ensayo contundente, riguroso, profundo, pero también se puede
leer como una novela, como una colección de historias apasionantes y
misteriosas (y cada pie de página, con especial mención al gran Gershom Scholem y a la Historia de los heterodoxos españoles de Menéndez Pelayo,
se convierte en un nuevo laberinto de posibilidades). Así lo leí yo
entonces, y así lo estoy volviendo a leer ahora, cuando, por fin, se ha
vuelto a editar, en una versión corregida y aumentada, un cuarto de
siglo después de la primera.