Me gusta lo menor, aquello
que sin ruidos ni estridencias expresa su pequeña verdad, sencilla e
inextinguible, en absoluto pretenciosa, que permanecerá en nuestra memoria para
siempre. La imagen momentánea, la palabra sugerente, el detalle puntual. El
libro o la película que por casualidad encuentra su lector o espectador en el momento justo (ni un segundo antes ni
un minuto después), su destinatario auténtico, una especie de Innombrable, bien
entre los estantes atiborrados de una biblioteca pública, bien en el zapping sostenido
de una madrugada de insomnio.
El problema, claro
está, es que esta experiencia sagrada de lo único es poco comunicable o
trasladable. No vale para nadie más (por eso todo canon es una imposición
absurda). Incluso para uno mismo resulta imposible repetir aquella sensación primigenia,
inaugural. La belleza de lo que se iba creando sobre la marcha ante nuestros
ojos, la emoción sin par del descubrimiento. Después ya nada es igual, empezando
por el mismo sujeto que mira. Ya se sabe: Heráclito y el río.
Mi problema es peor aún:
más que libros lo que me gustan son párrafos; más que películas lo que me
gustan son escenas. Así que no hay elección posible.
Viaggio in Italia de Rosselini, con Ingrid Bergman y
George Sanders
Es la película más
real, más verdadera, más no-película-sin-dejar-de-serlo,
que he visto nunca. Es como asistir a un trozo de vida, con todo su misterio,
su belleza y su poesía, sin explicaciones ni subrayados. Sólo la realidad
desnuda: los estados de ánimo de una pareja, la emoción lírica de los paisajes
y los fantasmas del pasado aleteando alrededor.
Empieza con una escena
maravillosa, de una simplicidad perfecta, que nos sitúa de golpe en el meollo
de la realidad: un matrimonio inglés, sin hijos, viaja en coche hacia el sur de
Italia para vender una casa heredada. La conversación está trufada de reproches,
silencios y gestos de aburrimiento; vemos la carretera, los árboles, los
campos, los coches que se cruzan, un rebaño de vacas; dentro del coche se
respira la distancia gélida de la intimidad. Se anticipan de manera sutil los rencores,
los celos, el malestar… que irán aflorando durante su estancia en Nápoles,
cuando descubran que, a pesar de llevar juntos tantos años, en realidad no se conocen.
Ingrid Bergman se
dedicará a visitar las atracciones turísticas de la zona —las estatuas del
Museo Arqueológico Nacional, las ruinas de Pompeya, las catacumbas repletas de
calaveras— mientras trata de lidiar a duras penas con su melancolía; por su
parte, George Sanders rondará la tentación del adulterio en una escapadita a
Capri. Lejos de la cotidianidad rampante londinense (esa ecuación espartana
inamovible: trabajar-dormir-comer-cagar), desnudos ante el espacio vacío del
tiempo libre, los personajes se ven acosados por la desilusión y el tedio, como
dos extraños camino de la disolución. El descubrimiento en Pompeya de los
cuerpos calcinados de dos amantes unidos en un abrazo es la metáfora más evidente
de toda la película, si bien fue resultante, al parecer, de un hallazgo fortuito
durante el improvisado rodaje. Ahí los temas eternos: el amor y la muerte.
Una de las muchas
escenas inolvidables transcurre en la azotea de la villa, mientras los dos
protagonistas toman el sol tumbados en unas hamacas con las montañas volcánicas
al fondo: la violencia latente de una conversación de pareja,
con la historia del poeta enamorado, supongo que inspirada en el Michael Furey
de Los muertos de Joyce.
El aparente happy end no es tal, sino sólo un último
gesto esperanzado de Rossellini ante su declinante historia de amor con Ingrid
Bergman. Normal: ante esa diosa todos suplicaríamos de rodillas. Pero ya sabía
don Roberto que no había solución.
Un libro y una película: en Jot Down.
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