Murcia es una ciudad pacífica, recoleta, de piedra iluminada a la luz de la luna. Los amaneceres son tranquilos y estáticos, como espacios sin sombra. Los atardeceres, lentos, demorados, de esos que se van adentrando en los huesos sigilosamente. Se pasea uno por las calles peatonales del centro y van iluminándose las farolas y las tiendas acogen sus últimos clientes y huele a pastel de carne y la gente va desapareciendo, poco a poco, en los portales. Cuando resuena Bach en las bóvedas de la catedral toda la mística del ruido se reúne en un punto, en un centro donde Dios nos grita con la boca enorme, abierta, oscura, como un gran vacío lleno de silencio. Ese centro es tu oído. Las notas religiosas se untan en el semblante, pálido, de una chica demasiado bonita para intentar decirlo sin que duela. El organista inglés cabecea en la pantalla como signo de agradecimiento.
A la misma hora en que llegaba a mi casa desde Murcia, el terrorismo islamista azotaba el centro de París con una sangrienta masacre, aprox. 130 muertos y 350 heridos, en un ataque simultáneo en siete puntos distintos de la ciudad. La realidad es compleja. Llegamos llenos de recuerdos amigables, pacíficos, y el presente nos impacta con su melodía trágica, obligándonos al sufrimiento, a la violencia. Es difícil adaptarse. La actualidad nos absorbe y nos consume, pero la vida sigue su curso. Debe hacerlo. La locomotora de la intrahistoria no se para, aunque la Historia escriba sus páginas más tristes o desconcertantes o atroces. Ya se sabe: Alemania declara la guerra a Rusia y, por la tarde, Kafka se va a la piscina a nadar. Y así lo anota en su cuaderno. Sin más.
Se suceden otros recuerdos de Murcia: los paisajes de llegada y de salida vistos desde el tren, con huertas, palmeras y casas desperdigadas, tímidas, recortadas en el cielo con trazos impresionistas; el convento de las monjas clarisas, con el reflejo de los arcos en la superficie del estanque, como si fuese un trozo de la Alhambra transportado al azar en nuestra memoria; el paseo a medianoche bajo la luna, con el estómago lleno de vino y de pescado, en compañía del poeta (poeta de la Vida, del asombro y misterio y gracia de la vida, del vivir entero en un instante, del silencio vivo en la luz del día, del vaso de agua cuyo reflejo al atardecer es elegía viva de la eternidad), que nos ha acogido con tanto afecto y generosidad. Y, por supuesto, el Museo de Ramón Gaya, del que tanto habría que contar. (Ya lo haré, por ahora dejo esta colección de imágenes).
Se suceden otros recuerdos de Murcia: los paisajes de llegada y de salida vistos desde el tren, con huertas, palmeras y casas desperdigadas, tímidas, recortadas en el cielo con trazos impresionistas; el convento de las monjas clarisas, con el reflejo de los arcos en la superficie del estanque, como si fuese un trozo de la Alhambra transportado al azar en nuestra memoria; el paseo a medianoche bajo la luna, con el estómago lleno de vino y de pescado, en compañía del poeta (poeta de la Vida, del asombro y misterio y gracia de la vida, del vivir entero en un instante, del silencio vivo en la luz del día, del vaso de agua cuyo reflejo al atardecer es elegía viva de la eternidad), que nos ha acogido con tanto afecto y generosidad. Y, por supuesto, el Museo de Ramón Gaya, del que tanto habría que contar. (Ya lo haré, por ahora dejo esta colección de imágenes).
(Murcia, 11-11-2015)
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