Estación de Atocha. Un chico de gorra roja y pantalones cortos negros duerme abrazado a su maleta. Un operario arregla la máquina de zumos de naranja. Los pasajeros del tren a Barcelona se apelotonan en la puerta de la vía 3. Una pelirroja que parece extranjera bebe a sorbos su coca-cola de medio litro (se seca una gota del labio con el dorso de la mano). Una niña que hace diez segundos jugaba y correteaba la mar de contenta se pone a llorar como una histérica: su padre la coge en brazos. Una japonesa espigada, joven, anda desorientada y no sabe adónde ir. Una señora mayor con pelo corto canoso y aspecto varonil le da la razón a otra con el gesto: "claro, claro", cabecea. [...] Están los ejecutivos de cartera de piel, las familias de enormes maletas y niños inquietos, los mochileros cansados, los que corren porque llegan tarde, los que vienen de hacer escala en el aeropuerto, los que llevan sus trajes colgados en perchas y cubiertos de plástico, como si fuesen ventrílocuos. Café y paninis en Ciao, vinos en Barrila.
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Málaga me ha recordado a La Coruña en las galerías de las casas y en algunas partes del paseo marítimo.
He disfrutado mucho, entre otras cosas: el amanecer en la playa de la Malagueta (en compañía de algunos trasnochadores, los empleados de la limpieza, corredores de footing, gaviotas silenciosas, jubilados paseantes y algún pescador de playa), las vistas desde el castillo de Gibralfaro, los paseos junto al mar y por los jardines, las palmeras recortadas sobre el cielo, bañarme en el agua fresca, los desayunos en terrazas, los dibujos de Picasso, los murales de Sorolla (precisamente no pudimos verlos en junio en la Hispanic Society de Nueva York porque estaban de tour por España), el pescaíto frito viendo el mar -azulísimo- cerca de la Farola, la urta a la brasa en El Palo, el salmorejo de El Pimpi, el vino dulce, el helado de turrón de Casa Mira, el atardecer desde el antiguo balneario (¡esas columnas griegas decadentes, llenas de grietas!)... Por cierto, gracias a los amigos blogueros por sus consejos. Otro día hablaré de las librerías.
Me han caído bien los malagueños (no he conocido a ninguno, pero los he observado y escuchado con atención): parece gente muy normal, no abusan de los odiosos latiguillos andaluces (jozú, mi arma, quillo, etcétera) y, dato importantísimo, no se creen graciosos como los sevillanos.
Cosas negativas: la invasión de alemanes; la arena de la playa; no hay casi pastelerías (o no las hemos visto).
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De vuelta en el tren. La lluvia en la ventana se desplaza horizontalmente. Rige otra ley gravitatoria, no newtoniana. Las gotas parecen espermatozoides, diminutos renacuajos persiguiéndose a nado por un cauce predeterminado. Cabezas corriendo unas detrás de otras. A veces se alcanzan y se funden y doblan su tamaño. Miles de líneas horizontales, móviles. La ventana a rayas, como la tele pero sin chiribitas.
La irresistible fuerza que te obliga a mirar los ojos de un bizco. En el asiento de enfrente va una bizca. Cuando mira al televisor parece que se le van a salir las órbitas o que está pensando en el océano inmenso y lo tiene ahí metido en el entrecejo. Cuando está dormida parece una máscara africana. Dibujo sus ojos en el cuaderno, para liberarme.