Amanecer en el puerto. Las siete de la mañana. Las gaviotas se desperezan, los barcos aún duermen, las grúas silenciosas, las manchas de cuadros abstractos en el suelo, cuerdas, redes, anillas, maderas desconchadas. Suena la sirena, se apagan las farolas, viene un barco. Empieza el movimiento: las señoras que se allegan a la lonja con sus bolsas, el tractor que barre la playa, las cajas de plástico que suben y bajan de las furgonetas, los carritos que las arrastran. De repente, las gaviotas enloquecen. Cubren el cielo. Podría ser la estampa del apocalipsis. Las sombras se reflejan como su propio eco. Varias se apostan en fila india en la bocana y picotean en los restos de pescado. Barcos pesqueros que van y vienen. Hombres con gorras y monos de colores llamativos, amarillo, naranja, unos apostados en la cabina, otros en proa, se aproximan, lanzan la cuerda como los cowboys, suben corriendo y la atan. El trasiego de cajas y de hielo picado. Dentro de la lonja, el griterío amplificado. En dolby estéreo. Las botas, las faldas, el suelo mojado, el grupo que observa, calcula y puja. Afuera, las redes y las nasas como ballenas varadas. Manchas de óxido, grietas en la madera, adornos de musgo. La taberna acoge a los últimos borrachos, un hombre barre, un tractor reordena las cajas de madera. Vuelve la calma, empieza el día. Sale el sol, me voy a casa.
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Pontevedra, domingo 9 de agosto. Es el día de la Peregrina, la patrona de la ciudad, y las calles se llenan de desfiles, misas y charangas. La gente va y viene por las calles principales vestida bien o de otra cosa o disfrazada para la ocasión. A la hora de comer la ciudad se vacía. En una mesa de una calle que va de la Herrería a la Leña, el trío gallego del Círculo Solana da buena cuenta de una botella de Rioja. Navajas, por más señas. Luego serán dos. Se brinda por el santo patrón, Solana, no la Peregrina, y uno piensa en lo raro que es el hecho de ese brindis, por todo, el contexto, el tiempo, el personaje evocado; si Solana, el totalmente olvidado, el casi desconocido, levantara la cabeza de la tumba y viera esas tres copas de vino chocándose en su nombre en una calle del norte no entendería nada, se quedaría flipando, se bebería el vino en bota, dos o tres litros mínimo, y volvería a la tumba con los ojos chinos. El vino se riega con algunas tapas, no al revés. Pimientos de padrón, mejillones al vapor, oreja a la plancha. Sin olvidar una Zenobia Camprubí a la Feira.
Qué bien estamos aquí, se dijo, se oyó, varias veces. Era, digamos, el lema, la sentencia verdadera, la descripción exacta del instante, de la amistad en la tarde. Confiad en mí si os digo, como testigo amnésico, que la conversación estuvo llena de frases memorables, que se fueron al limbo del alcohol y nunca más serán recuperadas. Selaví. Pero supongo que las frases quedarán por ahí, en algún lugar imaginario, en las ondas que recorren el aire y engrosan el mito de la ciudad ravacholiana, toda sombra, arco y piedra; son los instantes, la vida clavada en el momento único, eterno, las sacudidas de la cola del ingenio, sin olvidar los chistes jabosianos y las risas que provocan, no enlatadas.
La única frase memorable no olvidada (absténganse de comentar las feministas):
-Las feas son mala gente.
Está grabada en vídeo.
Y la tarde se va rápida, rapidísima, entre risas y conversaciones y libros y frases memorables y licorcafés y gintonics. Y la noche nos pilla de sorpresa en la plaza de la Leña, sentados junto al cruceiro, ebrios y felices.