"No era una mañana. No era un mediodía ni siquiera una tarde de un día cualquiera, ni un domingo ni un día de semana, en la neutra soledad rural anterior a los días festivos y laborales. Era una hora neutra y carente de luz propia, bajo un cielo encapotado y un sol a media altura, como una mancha de ácido en la gastada franela de una mesa de plancha.
Desde su observatorio, tras la ventana, observó (sic) el descenso de los tres hombres por la colina, por encima de las copas de los manzanos. Uno de ellos caminaba rezagado respecto a los otros dos y, observado con los prismáticos, creyó reconocerlo. Parecía tener dificultades para caminar y se apoyaba en un grueso cayado. [...] Cuando se acercaron al arroyo ya no eran los mismos; uno se arrodilló a beber y el que caminaba rezagado se unió a los otros dos para formar una estampa casi inexistente, un previo esbozo de una composición más longeva, ensayada desde tiempo atrás y nunca cabalmente concluida. No procedía del inmediato antes y tal vez ni siquiera de la espera. Porque antes apenas habían existido como si el alejamiento los hubiera engendrado de nuevo no para devolverlos a su puesto sino para señalarles el nuevo, mucho más cerca del destino final, tan sólo emparentado con el anterior por la quimérica continuidad de un tiempo ausente, como un grupo de colegiales tras un corto período de vacaciones que ha borrado todos los avatares del curso anterior, reunidos por un vínculo sobreimpuesto al alfabético, que reanudan su trato sin pararse a pensar en las pruebas que se avecinan."
(Juan Benet, Herrumbrosas lanzas, Libro XV)
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