Verano de 1936, EEUU, la Gran Depresión. Más de 150.000 braceros invaden California en la época de las cosechas —melocotón, uva, lúpulo, algodón…— huyendo del hambre y la sequía del Medio Oeste. Van de un lado para otro en sus camiones o carromatos, con sus familias a cuestas. John Steinbeck escribe unos reportajes para The San Francisco News relatando la epopeya de estos temporeros nómadas: Los vagabundos de la cosecha es el libro que reúne estos artículos. Poco tiempo después trasladará estas vivencias a la ficción en Las uvas de la ira.
Se trata de pequeños agricultores que han perdido sus granjas y se han convertido en auténticos vagabundos, escuálidos y sucios. Ya no son extranjeros (filipinos, japoneses, mexicanos…), como era habitual. Ahora son americanos. Por el camino van vendiendo sus escasas pertenencias: mantas, aperos de labranza, cacharros de cocina… A menudo han visto cómo sus hijos se les morían en el trayecto. Mientras dura cada cosecha, viven en poblados de chabolas. Después marchan a la siguiente. También hay algún campamento federal o estatal. Y ahí viene el pormenorizado análisis periodístico, sociológico e institucional de Steinbeck, que ocupa gran parte del libro.
Centrémonos en la parte puramente literaria. Steinbeck es un genio describiendo los rostros, el cansancio, el sudor, las chabolas, el olor, la miseria, las moscas, los excrementos, la muerte… Impresiona la frase reiterada: Ya no les queda dignidad. Lo explica diciendo que pierden el lugar que les corresponde en la sociedad y, por consiguiente, su ética social; por eso pierden la dignidad. Sus caras reflejan el hastío, un constante malhumor que les ha vuelto taciturnos. Y los ánimos que antes tenían y que terminarán por perder no son más que una rabia sombría.
En varios momentos me ha recordado a Las Hurdes. Tierra sin pan, de Luis Buñuel. También a James Agee, pero más crudo y menos alucinado.
Se sienta al sol delante de la casa, en el suelo, mientras mosquitas de la fruta negras revolotean zumbando, se le posan en los ojos cerrados y se le suben a la nariz hasta que las aparta con gesto cansado. Las moscas quieren llegarle a la mucosa de la comisura de los ojos.
Prefiero no poner más párrafos deslumbrantes (hay unos cuantos) porque es una lectura muy triste, muy dura. Algunos pasajes son insoportables en su crudeza. Pero hay una grandeza indudable, extraña, casi épica, en la descripción de la miseria. Un brillo telúrico. Algo inasible. Como una epifanía.
El de Steinbeck me parece un testimonio necesario, irrevocable, ejemplar. Lo sigue siendo más de setenta años después. Y quedará ahí para siempre.
Se trata de pequeños agricultores que han perdido sus granjas y se han convertido en auténticos vagabundos, escuálidos y sucios. Ya no son extranjeros (filipinos, japoneses, mexicanos…), como era habitual. Ahora son americanos. Por el camino van vendiendo sus escasas pertenencias: mantas, aperos de labranza, cacharros de cocina… A menudo han visto cómo sus hijos se les morían en el trayecto. Mientras dura cada cosecha, viven en poblados de chabolas. Después marchan a la siguiente. También hay algún campamento federal o estatal. Y ahí viene el pormenorizado análisis periodístico, sociológico e institucional de Steinbeck, que ocupa gran parte del libro.
Centrémonos en la parte puramente literaria. Steinbeck es un genio describiendo los rostros, el cansancio, el sudor, las chabolas, el olor, la miseria, las moscas, los excrementos, la muerte… Impresiona la frase reiterada: Ya no les queda dignidad. Lo explica diciendo que pierden el lugar que les corresponde en la sociedad y, por consiguiente, su ética social; por eso pierden la dignidad. Sus caras reflejan el hastío, un constante malhumor que les ha vuelto taciturnos. Y los ánimos que antes tenían y que terminarán por perder no son más que una rabia sombría.
En varios momentos me ha recordado a Las Hurdes. Tierra sin pan, de Luis Buñuel. También a James Agee, pero más crudo y menos alucinado.
Se sienta al sol delante de la casa, en el suelo, mientras mosquitas de la fruta negras revolotean zumbando, se le posan en los ojos cerrados y se le suben a la nariz hasta que las aparta con gesto cansado. Las moscas quieren llegarle a la mucosa de la comisura de los ojos.
Prefiero no poner más párrafos deslumbrantes (hay unos cuantos) porque es una lectura muy triste, muy dura. Algunos pasajes son insoportables en su crudeza. Pero hay una grandeza indudable, extraña, casi épica, en la descripción de la miseria. Un brillo telúrico. Algo inasible. Como una epifanía.
El de Steinbeck me parece un testimonio necesario, irrevocable, ejemplar. Lo sigue siendo más de setenta años después. Y quedará ahí para siempre.
*Las fotos son de Dorothea Lange (1895-1960).
4 comments:
¿Sabes qué problema tengo con este tipo de traslados?
Que entiendo racionalmente la injusticia, la inmoralidad. Empatizo, hasta donde mi experiencia me permite, con los protagonistas. Con la claudicación, con el abandono. Cosas chungas, en fin.
Pero luego, una vez concentrado, con las moscas de la fruta dándome vueltas, no sé qué hacer con ello. Se puede extrapolar al aquí y ahora, vale, ¿pero qué hago?, ¿no te pasa a ti?
Por eso no me he leído Las uvas de la ira y puede que no lo haga. No porque dude de su valor, sé que tiene valor o por lo menos me fío del criterio de las personas que lo mencionan, sino porque dudo del mío como lector.
Es una sensación chunga ser depositario de algo así y luego afrontar la vida con cinismo de supervivencia.
Bueno, perdón. Me callo.
La culpa es tuya, por escoger esa cita y explicar con sencillez.
Hola, Perplejo.
Yo no he leído "Las uvas de la ira", pero sí he visto la película de John Ford, y no me acaba de convencer del todo...
Lo de este libro (pequeñito) ha sido distinto. No sé por qué. Quizás el hecho de que sea un reportaje, no un libro de ficción... No sé. En realidad lo que me alucina es la capacidad descriptiva, lo bien que escribe el tío.
Entiendo lo que dices... Es un tema complicado. No lo tengo claro.
Lo que sí sé es que detesto a esos "fotógrafos de la miseria" que son famosos (y se forran) sólo por dedicarse a la miseria, tipo Patrick Farrell o Sebastiao Salgado, aunque tengan algunas fotos bonitas.
No lo puedo evitar. Me da asco la foto-denuncia esteticista. Sobre todo la que se dedica sólo a ser eso. Veo algo indigno (precisamente) en todo eso. Cosifican a los pobres para su maravillosa fotografía en blanco y negro o para su Premio Pulitzer de turno...
Es lo contrario al respeto que muestra Steinbeck.
Me gusta toda-la-realidad, y ésta tiene de todo: bueno y malo, miseria y riqueza, belleza y fealdad...
No sé si me explico.
Te explicas, sí.
Se me ha venido a la cabeza el fotógrafo de Benetton.
Saludetes.
Pues a mí me has metido ganas de leer Las uvas de la ira. No he leído nada suyo, y eso que tengo apuntado desde hace años Viajes con Charlie, no sé bien por qué.
Lo que no os gusta yo creo que en parte es una simple cuestión de superficialidad (suya, no vuestra :-D ), ¿no? Literalmente...
Ha quedado bonito el blog.
Un abrazo.
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