No sé si pasaremos a la Historia de la Literatura, pero desde luego deberíamos hacernos inmortales en los anales de nuestras moleskines.
Cuando, aturdidos sobre el colchón, tirados en el suelo, no recordamos cómo llegamos a casa, es de suponer que lo hemos pasado muy bien. Uno se sumerge en una taza de café cargado, otro trata de recomponer el mal cuerpo y el otro recuenta los pelos que ha perdido en la dura refriega del sueño.
De vuelta por la autopista, Jabois conduce con la misma soltura con que escribe los artículos. Zigzaguea con suavidad, pisa el acelerador y adelanta a los rezagados en las curvas. No se le nota la resaca al tío. Qué dominio de la noche, está fresquísimo. Yo, en cambio, los “días después” no suelo tener palabras. Empiezo las frases pero no consigo terminarlas. Se me despeñan las neuronas en el abismo. Suena una canción de los Beatles mientras cambiamos de provincia. El paisaje sigue siendo el mismo.
Recuerdo cuando hace varios años, aún sin conocernos, ocupamos la casa virtual de Mabalot, que estaba de viaje en Japón, e hicimos una fiesta antológica. Se nos subieron las sustancias a la cabeza y la prosa dio muchísimo de sí. Estaba Lara con nosotros. Nos reímos mucho. Quién nos iba a decir entonces que estábamos inaugurando una tradición solemne.
Sólo cuando meto la cabeza en el agua helada del mar el cerebro recupera su textura. Entonces empiezan a llegar, poco a poco, de manera caótica, algunos flashes discontinuos, imágenes distorsionadas, secuencias vagas de la larga noche en la Ciudad Catedral, tan bien nutrida de vino, viandas, copas, etc. La nariz inflada del famoso peregrino borracho de la rúa do Franco, “Zapatones”, que te agarra del brazo si desvías la mirada de su impracticable conversación. Marino, el portero napolitano, que llegó a Compostela huyendo de la Camorra. Una hermana fugaz cuya existencia desconocíamos. Las palabras en off del líder de la oposición. La plaza de la Quintana, silenciosa, entre la neblina. No puedo asegurarlo, pero juraría que alguien, ya muy de madrugada, se travistió de Buñuel y se puso a mear en el quicio de la Puerta Santa. No se me ocurre mayor irreverencia. Quizás subirle las faldillas al Papa, no sé. A las seis y pico de la mañana, el periodista va parando a la gente por la Plaza Roja con su pregunta inapelable, absurda: “Oye, perdona, ¿una tienda en la que vendan camisetas del Atlético de balonmano? ¿De Papitu, por ejemplo?”. Al llegar a casa, ya de amanecida, tres rayas de luz atravesaban la persiana y amenazaban inútilmente con impedir el sueño. No lo consiguieron.
La culpa de todo es del licorcafé. Y de Yoko Ono, claro.
PD: Me está gustando mucho El viajero sin propósito de Dickens, parece escrito expresamente para mí. Lo que se dice literatura de andar y ver. “Hace algunos años, una incapacidad para dormir de carácter transitorio, atribuible a una sensación de angustia, me obligó a pasearme por las calles durante toda la noche a lo largo de un periodo que duró varias noches”. “Pocos lugares existen a los que me parezca tan grato regresar cuando estoy de mal humor como aquellos en los que nunca he estado”. Gracias por el obsequio, anfitrión.