A Xavie, maestro del microrrelato.
Cuando uno se siente así, tan solo, dan ganas de morirse de un infarto. Los restos de la fiesta, el ardor de estómago, una alfombra de confetti, las botellas vacías que ruedan por el suelo... Haber sonreído tanto en el pasado no sirve como coartada. No vale fingirse otro ni es posible hacer que todo parezca un accidente. Demasiado tarde. Te conocen. Todos te han visto reír como un idiota. Incluso hay fotos. Los niños, uno tras otro, formulaban sus deseos sobre tu regazo.
Eres el último en salir del bar. Caminas por la 8ª Avenida, cabizbajo y tambaleante, pegado a las cornisas que te protegen de la lluvia. La acera está renegrida por las marcas del deshielo (será que la gente lleva los zapatos sucios). Es de madrugada y hace mucho frío. El viento agita toldos y banderas. Hasta los taxistas noctámbulos están locos por llegar a casa y ya no recogen más clientes. Fugaces rayas amarillas que se pierden en el horizonte. El mismo cielo estrellado que cuando eras pequeño, junto al río Missouri, en Kansas City Kansas. Pero lo que aquí es un póster mínimo enmarcado entre gigantes de acero allí era un océano sin límites. No hay nadie por las calles. Los escaparates de los grandes almacenes venden sueños -esos juguetes rotos- a los mendigos que se agazapan con sus cajas de cartón en los portales. La chica del anuncio de perfume tiene la cara llena de rocío. Parece acné de agua, o varicela. Te dejas interrogar por el foco de las farolas.
En la esquina de la 50 Oeste te paran unos policías vestidos con chalecos reflectantes, que dicen algo que no comprendes y te suben a un coche con luces y sirenas. Se empeñan en llevarte al anatómico forense porque “ha sucedido una desgracia terrible”, según dicen. El trayecto dura un suspiro. No hay tráfico en la ciudad. Las luciérnagas de los abetos siguen encendidas. La velocidad y la lluvia las envuelven en un aura borrosa.
El edificio está oscuro y parece vacío. Tras pasar varias puertas y recorrer un pasillo muy largo, llegáis a la sala donde habitan los cadáveres. Señoras con zuecos, carpetas y batas blancas. Por fin abren el cajón de la morgue donde te han archivado: ahí estás tú, con los ojos vidriosos y el rostro amoratado, vestido con un traje de Papá Noel.
Eres el último en salir del bar. Caminas por la 8ª Avenida, cabizbajo y tambaleante, pegado a las cornisas que te protegen de la lluvia. La acera está renegrida por las marcas del deshielo (será que la gente lleva los zapatos sucios). Es de madrugada y hace mucho frío. El viento agita toldos y banderas. Hasta los taxistas noctámbulos están locos por llegar a casa y ya no recogen más clientes. Fugaces rayas amarillas que se pierden en el horizonte. El mismo cielo estrellado que cuando eras pequeño, junto al río Missouri, en Kansas City Kansas. Pero lo que aquí es un póster mínimo enmarcado entre gigantes de acero allí era un océano sin límites. No hay nadie por las calles. Los escaparates de los grandes almacenes venden sueños -esos juguetes rotos- a los mendigos que se agazapan con sus cajas de cartón en los portales. La chica del anuncio de perfume tiene la cara llena de rocío. Parece acné de agua, o varicela. Te dejas interrogar por el foco de las farolas.
En la esquina de la 50 Oeste te paran unos policías vestidos con chalecos reflectantes, que dicen algo que no comprendes y te suben a un coche con luces y sirenas. Se empeñan en llevarte al anatómico forense porque “ha sucedido una desgracia terrible”, según dicen. El trayecto dura un suspiro. No hay tráfico en la ciudad. Las luciérnagas de los abetos siguen encendidas. La velocidad y la lluvia las envuelven en un aura borrosa.
El edificio está oscuro y parece vacío. Tras pasar varias puertas y recorrer un pasillo muy largo, llegáis a la sala donde habitan los cadáveres. Señoras con zuecos, carpetas y batas blancas. Por fin abren el cajón de la morgue donde te han archivado: ahí estás tú, con los ojos vidriosos y el rostro amoratado, vestido con un traje de Papá Noel.
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