Antes de tener blog, le escribía cuadernos a la Esfinge. Eran cajones de sastre en los que cabía de todo: lo que veía, lo que pensaba, lo que me había pasado, cosas que leía, recuerdos, recortes, folletos de exposiciones, billetes de avión, entradas de conciertos, fotos de cuadros... Mitad diario, mitad collage. O sea, una especie de blog pero más íntimo. Lo que más me gustaba escribir eran los diarios de viajes, como me sigue pasando.
El otro día la Esfinge sacó esos cuadernos del baúl de los recuerdos y los he estado hojeando un poco, aunque con cierto temor o aprensión. Algunas cosas me dan un poco de vergüenza, sobre todo las intimidades románticas o algún exceso de estilo; otras me gustan, seguramente porque me traen buenos recuerdos. De todas formas, no pienso leerlos detenidamente (sería muy aburrido), sino sólo darles un rápido vistazo.
Al abrir el baúl y desempolvar algunos recuerdos olvidados, se le pone a uno el gesto un poco bizco del nostálgico. Por ejemplo, el último día que acudí a la Academia en la que había estado dando clases de filosofía y donde había disfrutado mucho (era antes de verano, era una casa vieja, medio en ruinas pero muy bonita; estaba triste, aunque me iba porque yo quería):
Di un paseo por las aulas vacías, crujía el suelo de madera vieja, las paredes desconchadas me miraban mudas, como no queriendo decir la palabra maldita... Me asomé a la galería, el viejo patio tan hermoso como el primer día, la luz de un sol tan doméstico como vibrante. Era como un vecindario de fantasmas, una colección de fotografías muertas, la ropa tendida en el aire, como un pasado muy remoto, de gente que no vive ya (ni en mí, ni en nadie)... Y en una esquina, olvidado, manchado de tiza, junto al borrador, mi cadáver.
Hace un rato se me ha ocurrido mirar lo que escribí hace justo cinco años, el día de los atentados de Atocha:
11 de marzo de 2004
Ha sido un día horrible. [...] Es muy difícil resistir las lágrimas al pensar en toda esa gente destrozada, carbonizada, sin brazos, sin piernas, al pensar en esos muertos solitarios que han perdido la vida al ir temprano a trabajar, al pensar en sus familias [...].
Al llegar a la Puerta del Sol vi que las colas para donar sangre eran inmensas, infinitas: cientos y cientos de personas estábamos allí en silencio; cabizbajos, serios, con cara de preocupación por la gente que había sufrido el atentado (todavía no sabíamos cuántos muertos o heridos) pero, no sé, con una serenidad muy extraña, sin ningún miedo, como queriendo hacer mucho más de lo que podíamos hacer.
Unos días después se suicidaron los terroristas islamistas en Leganés y precisamente me tocó empezar una sustitución en un instituto de Leganés (la suerte siempre es oportuna). Cada vez que subía a los trenes de Cercanías la angustia me encogía el corazón. Recuerdo que nos mirábamos unos a otros con una extraña mezcla de compasión y miedo.