Se había hecho ya de noche. Quedaba poco para que cerraran. Desde una de las ventanas se veía la gente sentada en la escalinata de la plaza de España, siempre alegre, chispeante, luminosa, con su barullo de conversaciones. Dentro, el silencio absoluto: los libros, los cuadros, las cartas, las estatuas, las reliquias. Figuran como principales anfitriones los tres grandes héroes del Romanticismo inglés: Keats, Shelley y Lord Byron. En este recoleto club de poetas muertos, Keats se impone como el más muerto de todos; no me refiero a que ya no se le lea o a que se le haya olvidado antes que a los otros, sino a que es el más célebre en tanto que difunto, seguramente porque murió en una habitación de esta casa con sólo veinticinco años, inaugurando la celebración de su mito.
Sentados en el salón-biblioteca, la joven inglesa y el viejo alemán permanecen absortos en sus lecturas. Ella, que lee una biografía sobre el autor de la Oda a un ruiseñor, se levanta al verme llegar y me da la bienvenida a la casa-museo, con grandes muestras de amabilidad. Se nota que le da vergüenza. No es guapa pero sí de rasgos agradables, lleva un vestido de color oscuro con motas granates, zapatos de poco tacón y va peinada con un moño de estilo antiguo. Me explica brevemente la disposición de las salas, su contenido sumario y las normas del lugar: puedo hacer fotos sin flash y sentarme en cualquier silla; la única parte del mobiliario que está vedada a mi cansancio, bromea finalmente, es la cama de John Keats. Y sonríe con timidez. Desde el otro lado de la sala, el viejo alemán ríe estúpidamente el chiste protocolario, supongo que repetido a todos los visitantes, y nos mira (nos busca los ojos) esperando un gesto de reconocimiento; es un hombre escuálido y larguirucho, de nariz grande, pelo rapado, gafas redondas, pantalones de pana azul marino y jersey de pico por donde asoma el borde de una camiseta blanca; finge que lee uno de los folletos del museo, pero lo que en realidad quiere es entablar conversación con la joven, y al rato acaba haciéndole una pregunta insulsa como excusa para acercarse.
La historia, así contada en los carteles del museo, me resulta demasiado extraña, casi absurda. El viaje de salud de un prometedor genio de las letras que, tras incontables dolores, morirá en soledad lejos de su patria, en una ciudad de belleza infinita de la que no logra ver prácticamente nada. Frente a esa realidad tozuda, inverosímil, se erige la poderosa maquinaria de la mitología literaria, que se condensa en estas vitrinas.
Sentados en el salón-biblioteca, la joven inglesa y el viejo alemán permanecen absortos en sus lecturas. Ella, que lee una biografía sobre el autor de la Oda a un ruiseñor, se levanta al verme llegar y me da la bienvenida a la casa-museo, con grandes muestras de amabilidad. Se nota que le da vergüenza. No es guapa pero sí de rasgos agradables, lleva un vestido de color oscuro con motas granates, zapatos de poco tacón y va peinada con un moño de estilo antiguo. Me explica brevemente la disposición de las salas, su contenido sumario y las normas del lugar: puedo hacer fotos sin flash y sentarme en cualquier silla; la única parte del mobiliario que está vedada a mi cansancio, bromea finalmente, es la cama de John Keats. Y sonríe con timidez. Desde el otro lado de la sala, el viejo alemán ríe estúpidamente el chiste protocolario, supongo que repetido a todos los visitantes, y nos mira (nos busca los ojos) esperando un gesto de reconocimiento; es un hombre escuálido y larguirucho, de nariz grande, pelo rapado, gafas redondas, pantalones de pana azul marino y jersey de pico por donde asoma el borde de una camiseta blanca; finge que lee uno de los folletos del museo, pero lo que en realidad quiere es entablar conversación con la joven, y al rato acaba haciéndole una pregunta insulsa como excusa para acercarse.
El fantasma de Keats saluda a su máscara mortuoria. (Roma, 31-10-2011)
Keats vivió aquí con el pintor John Severn los últimos meses de su vida, ya enfermo de tuberculosis. Siguiendo las prescripciones de los médicos, que le habían recomendado escapar del áspero clima inglés, llegaron en barco a Nápoles el 21 de octubre de 1820. Tras permanecer diez días de cuarentena en el puerto, ante la sospecha de las autoridades de que se había producido un rebrote de cólera en Inglaterra, entraron por fin en Roma el 15 de noviembre, donde un doctor escocés les buscó hospedaje en esta casa de la piazza di Spagna. Salvo los paseos diarios por el Pincio en compañía de un joven oficial de la Armada británica, el teniente Elton, convaleciente de tisis, Keats apenas tuvo tiempo de disfrutar de la Ciudad Eterna. Pasó los dos últimos meses de vida metido en cama, sufriendo los agónicos tormentos de la enfermedad, consciente de estar luchando sin esperanza por prolongar «una existencia póstuma». Murió la noche del 23 de febrero de 1821 en brazos de su amigo Severn. En cumplimiento de las leyes vaticanas contra la propagación de las infecciones, se ordenó quemar todo el mobiliario de la habitación, incluidas las cortinas y el papel de la pared.La historia, así contada en los carteles del museo, me resulta demasiado extraña, casi absurda. El viaje de salud de un prometedor genio de las letras que, tras incontables dolores, morirá en soledad lejos de su patria, en una ciudad de belleza infinita de la que no logra ver prácticamente nada. Frente a esa realidad tozuda, inverosímil, se erige la poderosa maquinaria de la mitología literaria, que se condensa en estas vitrinas.
2 comments:
No viene la máscara de Keats en el libro de máscaras mortuorias de Benkard, pero merecería estar allí.
Saludos.
Buenos días, don Jorge, no sabía que existía un libro sobre máscaras mortuorias...
Que ahora recuerde, la que más me impresionó fue la de Beethoven, que vi en su casa-museo de Bonn.
Saludos.
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