Domingo, diez de la mañana. Hace un frío polar, las hojarascas del otoño se amontonan en las aceras mojadas, apenas pasan coches por la glorieta de Atocha. Los policías municipales, aburridos y soñolientos, se vigilan a sí mismos. Unos metros por delante de donde yo paso, un viejo lanza un escupitajo verde al suelo desde la puerta de un bar. Dos chicos recién salidos del afterhours traen los ojos como platos, lo miran todo con asombro pero no pueden pronunciar palabra —se les despeña en el abismo que se extiende entre neurona y neurona—. Un hombre emboscado en su abrigo lleva en la mano un cucurucho de periódico con churros grasientos y humeantes. Junto al quiosco de La Once hay un travesti con minifalda vaquera, medias altas fosforitas y zapatillas Nike rosas del número 48. En la entrada del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía una pequeña fila de turistas aguarda el momento de la apertura. La exposición estrella del momento es Locus Solus, aclamada unánimemente por la crítica como un acontecimiento cultural de primer orden.
Raymond Roussel en el Reina Sofía, en Jot Down
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