"Partió el tren. Pasaron diez minutos. El andén quedó vacío. Cerró la cantina. Se fueron apagando luces en los departamentos de la estación. Miguel paseaba. En un banco dormían tumbados dos soldados envueltos en sus capotes; grandes capotes militares que los asemejan, cuando están de pie, a pájaros bobos. Donde terminaba la tejavana del andén comenzaba el oscuro. Llovía. Lejano, en la noche, brillaba el ojo verde de la farola de señales, que rielaba en dos versiones paralelas.
La estación tuvo, por fin, todas sus cuencas vacías. Tras la estación se apretaba la ciudad. Con el último tren, el silencio. [...]
Miguel llegó hasta el final del andén. Enfrente, una vía muerta con vagones desvencijados, que daban terror. Pensó en los vagabundos tópicos; en los que las noches de frío tienen que dormir en los vagones abandonados, en los pajares de las afueras de los pueblos, sintiendo colarse el aire por las junturas abiertas como llagas, por los agujeros, y luego, por los rotos del traje. Miguel dio la vuelta.
Al pasar junto a los soldados notó que uno tenía el sueño inquieto y que el otro roncaba tenuemente. Se distrajo, adivinando a dónde irían, en qué tierra les estaban esperando. Miguel alzó el cuello de su gabardina. Le hubiera gustado que le tapara la cabeza. De niño, en la cama, cuando llovía, se arrebujaba en las mantas y sentía la sensación de que un cuello muy alto le preservaba del viento, del agua y del frío. A Miguel le gustaba estar en la calle de noche, cercano a un farol, para ver llover, aplastado en el umbral de un portal e imaginar que siendo un insecto podía encontrar calor y refugio dentro del farol. Arriba y abajo; abajo y arriba".
La estación tuvo, por fin, todas sus cuencas vacías. Tras la estación se apretaba la ciudad. Con el último tren, el silencio. [...]
Miguel llegó hasta el final del andén. Enfrente, una vía muerta con vagones desvencijados, que daban terror. Pensó en los vagabundos tópicos; en los que las noches de frío tienen que dormir en los vagones abandonados, en los pajares de las afueras de los pueblos, sintiendo colarse el aire por las junturas abiertas como llagas, por los agujeros, y luego, por los rotos del traje. Miguel dio la vuelta.
Al pasar junto a los soldados notó que uno tenía el sueño inquieto y que el otro roncaba tenuemente. Se distrajo, adivinando a dónde irían, en qué tierra les estaban esperando. Miguel alzó el cuello de su gabardina. Le hubiera gustado que le tapara la cabeza. De niño, en la cama, cuando llovía, se arrebujaba en las mantas y sentía la sensación de que un cuello muy alto le preservaba del viento, del agua y del frío. A Miguel le gustaba estar en la calle de noche, cercano a un farol, para ver llover, aplastado en el umbral de un portal e imaginar que siendo un insecto podía encontrar calor y refugio dentro del farol. Arriba y abajo; abajo y arriba".
(Ignacio Aldecoa, "Camino del limbo", Cuentos completos)
3 comments:
Muy buenas tus publicaciones, encontré tu blog buscando enlaces para mi reciente incursión en el mundo blogiano.
Lo de la navidad no tiene desperdicio, lo festivo y a la vuelta siempre la muerte como fatal observadora.
Te invito a que revises el mío y me ayudes, si es de tu agrado, a difundirlo.Saludos de Barón a Conde, Marcelo
Siempre magnífico Aldecoa. Ese castellano bueno, contenido, lleno de sabor. Las líneas se suceden como surcos en la tierra. Muy hermoso.
Da la sensación de que no sobra nada, de que incluso los "adornos" son necesarios y no llaman la atencíón.
Un saludo.
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