Hace mucho que no subía fotos: aquí dejo algunas de León, de hace un mes.
Saturday, October 31, 2009
Sunday, October 25, 2009
El ojo está delicado, el escupitajo es salado
Un banco en Villa Borghese, el cansancio de los paseos, la emoción del descubrimiento. Leyendo y leyendo y leyendo. Natalia Ginzburg sonriendo desde la portada sutil de Einaudi Tascabili. La sonrisa de muchos dientes y labios finos, los ojos achinados como una esquimal, el pelo negro y corto, cierto aire monjil. No mira hacia la cámara. Parece cegada por el flash, se sale por un reojo. La dolorosa constatación de que no es guapa. Más bien fea. Peor aún: es clavada a Sánchez Dragó.
De mayor yo querría escribir así (en realidad, más en la versión italiana que en la traducción):
"En invierno, nos dejaba algún viejo a causa de una pulmonía, las campanas de Santa María tocaban a muerto, y Domenico Orecchia, el carpintero, fabricaba la caja. Una mujer enloqueció, se la llevaron al manicomio de Collemaggio, y el pueblo tuvo de qué hablar por un tiempo. Era una mujer joven y limpia, la más limpia de todo el pueblo: dijeron que le había pasado por tanta limpieza. A Gigetto di Calcedonio le nacieron dos gemelas, con dos gemelos varones que tenía ya en casa, y armó un escándalo en el ayuntamiento porque no querían darle el subsidio, dado que tenía muchas tierras y un huerto tan grande como siete ciudades. A Rosa, la portera de la escuela, una vecina le escupió en un ojo, y se paseaba por todas partes con el ojo vendado para que le pagaran una indemnización. «El ojo está delicado: el escupitajo es salado», explicaba. Y también de esto se habló algún tiempo, hasta que no quedó nada por decir.
La nostalgia aumentaba en nosotros día a día. A veces era hasta agradable, como una compañía dulce y levemente embriagadora. Llegaban cartas de nuestra ciudad, con noticias de bodas y de muertes, de las que estábamos excluidos. En ocasiones, la nostalgia se hacía intensa y amarga, y se convertía en odio: odiábamos entonces a Domenico Orecchia, a Gigetto di Calcedonio, a Annunziatina, las campanas de Santa María. Pero era un odio que manteníamos oculto, reconociéndolo injusto: y nuestra casa estaba siempre llena de gente que venían a pedir favores o a ofrecérnoslos. De vez en cuando la costurera venía para hacernos rosquillas. Se ataba un delantal a la cintura y batía los huevos, y mandaba a Crocetta por el pueblo a ver quién nos podía prestar una sartén bien grande. Su cara enrojecida estaba absorta y sus ojos brillaban de una voluntad imperiosa. Habría quemado la casa para que sus rosquillas salieran bien. Sus ropas y su pelo se volvían blancos de harina, y las rosquillas iban siendo colocadas en la mesa oval donde mi marido escribía."
(Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes)
"En invierno, nos dejaba algún viejo a causa de una pulmonía, las campanas de Santa María tocaban a muerto, y Domenico Orecchia, el carpintero, fabricaba la caja. Una mujer enloqueció, se la llevaron al manicomio de Collemaggio, y el pueblo tuvo de qué hablar por un tiempo. Era una mujer joven y limpia, la más limpia de todo el pueblo: dijeron que le había pasado por tanta limpieza. A Gigetto di Calcedonio le nacieron dos gemelas, con dos gemelos varones que tenía ya en casa, y armó un escándalo en el ayuntamiento porque no querían darle el subsidio, dado que tenía muchas tierras y un huerto tan grande como siete ciudades. A Rosa, la portera de la escuela, una vecina le escupió en un ojo, y se paseaba por todas partes con el ojo vendado para que le pagaran una indemnización. «El ojo está delicado: el escupitajo es salado», explicaba. Y también de esto se habló algún tiempo, hasta que no quedó nada por decir.
La nostalgia aumentaba en nosotros día a día. A veces era hasta agradable, como una compañía dulce y levemente embriagadora. Llegaban cartas de nuestra ciudad, con noticias de bodas y de muertes, de las que estábamos excluidos. En ocasiones, la nostalgia se hacía intensa y amarga, y se convertía en odio: odiábamos entonces a Domenico Orecchia, a Gigetto di Calcedonio, a Annunziatina, las campanas de Santa María. Pero era un odio que manteníamos oculto, reconociéndolo injusto: y nuestra casa estaba siempre llena de gente que venían a pedir favores o a ofrecérnoslos. De vez en cuando la costurera venía para hacernos rosquillas. Se ataba un delantal a la cintura y batía los huevos, y mandaba a Crocetta por el pueblo a ver quién nos podía prestar una sartén bien grande. Su cara enrojecida estaba absorta y sus ojos brillaban de una voluntad imperiosa. Habría quemado la casa para que sus rosquillas salieran bien. Sus ropas y su pelo se volvían blancos de harina, y las rosquillas iban siendo colocadas en la mesa oval donde mi marido escribía."
(Natalia Ginzburg, Las pequeñas virtudes)
Tuesday, October 20, 2009
El chico de las cigüeñas, de Luisa Cuerda
Atentos todos, porque entre la morralla pringosa de las novedades resulta muy difícil reparar en esta joya. Me imagino, dentro de 50 años, a alguien rebuscando entre los volúmenes de la cuesta de Moyano o de una librería de viejo. De repente verá este libro, lo cogerá, lo abrirá y, en cuanto empiece a hojearlo, sabrá que es suyo, que se lo lleva. Y en casa lo disfrutará tranquilamente, con gozosa parsimonia, párrafo a párrafo, página a página, como el que saborea sin prisa unas natillas templadas (me ha venido a la cabeza este símil bastante tonto, no sé por qué). Se podrá sumergir en una época remota, en una España lejana y rara (lejana y rara para este “alguien”; para nosotros no tanto, aunque también un poco), la de los pueblos de provincias, con sus gentes, sus costumbres, sus relaciones familiares, sus curas y maestros, su lenguaje, y el traslado a la gran ciudad, ese contraste radical con Madrid, esa fiera aburrida y triste repleta de hombres abandonados (según uno de los protagonistas). Verá la vida fluyendo; seres reales, palpitantes, con sus múltiples matices y vertientes, no monigotes de cartón piedra ni peleles maniqueos. Aprenderá cosas valiosas de la vida. Repensará la suya. Será vagamente feliz. Lo imagino y me da envidia de esta persona quizás aún no nacida, aunque parezca absurdo. Me la imagino tumbada en la cama, cubierta con las mantas hasta la barbilla, en pleno invierno, asistiendo a esas vidas remotas en movimiento, de carne y hueso.
El chico de las cigüeñas es un libro intenso y emocionante, un libro muy inteligente, lleno de sabiduría de la buena (es decir, que abre el abanico desde sus dos extremos imprescindibles: el realismo casi cínico y la ética pretendida o de buena voluntad), tan lejos del manual de autoayuda como del sálvese quien pueda. Con sustancia moral. Un libro, ya digo, para leer despacio, demorándose en las palabras, saboreando las ideas. Me lo he leído por segunda vez, ésta con lápiz en mano para marcar algunas cosas, subrayar frases (“El dolor que causamos a un inocente tiene el rostro de la incredulidad”, “En la soledad hay suficiente sitio para todos”, “Como todas las solteronas, es monárquica perdida”, “Todos me miran y yo, en el centro de aquel circo, me pregunto qué estoy haciendo allí”, etc, etc, etc), enmarcar otras entre paréntesis y abrir llavecitas en el margen. Por el placer de garabatear. Sí, hay muchas verdades en este libro, a veces muy contundentes y casi aforísticas, que condensan la sabiduría de la vida vivida, pero nos consuela la sospecha de sus contrarias. Se deja la puerta abierta. La secuencia narrativa, la peripecia de la trama, evita o disuade o difumina la sentencia. Menos una, quizás: todo es vanidad. Y esto sin olvidar algunas reflexiones metaliterarias, sobre la naturaleza de la narración, de las historias que mueven el mundo.
Desde las primeras páginas, uno se percata al menos de dos cosas: 1) El gusto —el cuidado, el respeto supremo— que la autora tiene por las palabras (de ahí la sabia concisión y sencillez de su prosa); y 2) La peculiar estructura que domina el libro, como el constante tira y afloja de un doble punto de vista intermitente. En cuanto al punto 1, algunos ya lo sabíamos, pues Luisa llegó precisamente al Círculo Solana huyendo de la peste del cliché, de esas píldoras de hormigón de sustantivo-adjetivo o verbo-adverbio que todos nos tragamos a diario en toneladas (desde el mismo comienzo del libro, medita sobre las palabras de la dedicatoria, las connotaciones del “maestro”, sobre la expresión materna “ser más”…). En cuanto al punto 2, podría ser un hándicap, pero resulta todo lo contrario. Es una estructura muy peculiar, poco común, muy definida, pero no perturba para nada la lectura; más bien al contrario: la facilita y la llena de matices gracias a ese doble punto de vista intercalado. Debe de ser muy difícil resolver con tan buena mano este reto tan complejo de la estructura. Pero está tan bien hecho que ni se nota. Que hay mucho oficio aquí condensado es algo que se ve a la legua. Los diálogos son constantes, casi teatrales, sin acotaciones; a veces casi como rifirrafes del dúo Pimpinela. Pero, más que como una obra de teatro, yo he leído (o visto) la historia como una película: por escenas. (Quizás quedaría muy bien una versión filmada de esta novela; dirigida, por ejemplo, por Mario Camus, o por Icíar Bollaín, se me ocurre).
La novela consiste básicamente en el reencuentro de dos personajes. Dos personajes que se cruzan, que se aman, que se odian, que recuerdan, que se van (re)descubriendo, que se influyen tanto desde cerca como desde lejos, que se hacen daño (“Nos hacemos daño, chico, nos hacemos un daño feroz los unos a los otros, sin querer y queriendo. Sin poder evitarlo”), que se transforman decisivamente uno al otro y en cierto modo se ayudan a vivir (a emprender la vida o a reemprenderla, respectivamente). Está el viejo cascarrabias, solitario, derrotado y pesimista, antiguo maestro (antítesis de su pasado entusiasta e idealista), que escucha al atardecer las cañerías de su pensión y siente asco, miedo, desconsuelo y vergüenza mezclados (siempre autocompadeciéndose, se cree demasiado listo para ser feliz; considera que la felicidad es sólo una publicidad mentirosa de las películas americanas). Y el escritor de éxito, que nos cae un poco mal, la verdad (quizás por su baboseo mitificador del maestro, no sé), con su mujer maravillosa al principio (hasta nos enamoramos de ella) y después ya no tanto, según parece; en el momento cumbre de la novela, se da cuenta de que estaba equivocado en todo, con todos. Después están los secundarios: el padre del escritor, “hombre bueno” por antonomasia que llena la iglesia el día de su funeral, y la madre, que guarda en su pasado la clave de los secretos (la trama de suspense que empuja la novela hacia delante); el faringítico, santo varón, y su sobrino, el nuevo discípulo; etc. Me gustan mucho algunos detalles o imágenes cargados de significado: el golpe de Susana con el tenedor en la mesa, las farolas que hacen daño en los ojos, los días de Navidad en casa de la madre, cómo el triunfador enseña su cochazo a los chicos de la calle para que su amigo de infancia Fermín sepa que "lo han conseguido"...
El chico de las cigüeñas es un libro intenso y emocionante, un libro muy inteligente, lleno de sabiduría de la buena (es decir, que abre el abanico desde sus dos extremos imprescindibles: el realismo casi cínico y la ética pretendida o de buena voluntad), tan lejos del manual de autoayuda como del sálvese quien pueda. Con sustancia moral. Un libro, ya digo, para leer despacio, demorándose en las palabras, saboreando las ideas. Me lo he leído por segunda vez, ésta con lápiz en mano para marcar algunas cosas, subrayar frases (“El dolor que causamos a un inocente tiene el rostro de la incredulidad”, “En la soledad hay suficiente sitio para todos”, “Como todas las solteronas, es monárquica perdida”, “Todos me miran y yo, en el centro de aquel circo, me pregunto qué estoy haciendo allí”, etc, etc, etc), enmarcar otras entre paréntesis y abrir llavecitas en el margen. Por el placer de garabatear. Sí, hay muchas verdades en este libro, a veces muy contundentes y casi aforísticas, que condensan la sabiduría de la vida vivida, pero nos consuela la sospecha de sus contrarias. Se deja la puerta abierta. La secuencia narrativa, la peripecia de la trama, evita o disuade o difumina la sentencia. Menos una, quizás: todo es vanidad. Y esto sin olvidar algunas reflexiones metaliterarias, sobre la naturaleza de la narración, de las historias que mueven el mundo.
Desde las primeras páginas, uno se percata al menos de dos cosas: 1) El gusto —el cuidado, el respeto supremo— que la autora tiene por las palabras (de ahí la sabia concisión y sencillez de su prosa); y 2) La peculiar estructura que domina el libro, como el constante tira y afloja de un doble punto de vista intermitente. En cuanto al punto 1, algunos ya lo sabíamos, pues Luisa llegó precisamente al Círculo Solana huyendo de la peste del cliché, de esas píldoras de hormigón de sustantivo-adjetivo o verbo-adverbio que todos nos tragamos a diario en toneladas (desde el mismo comienzo del libro, medita sobre las palabras de la dedicatoria, las connotaciones del “maestro”, sobre la expresión materna “ser más”…). En cuanto al punto 2, podría ser un hándicap, pero resulta todo lo contrario. Es una estructura muy peculiar, poco común, muy definida, pero no perturba para nada la lectura; más bien al contrario: la facilita y la llena de matices gracias a ese doble punto de vista intercalado. Debe de ser muy difícil resolver con tan buena mano este reto tan complejo de la estructura. Pero está tan bien hecho que ni se nota. Que hay mucho oficio aquí condensado es algo que se ve a la legua. Los diálogos son constantes, casi teatrales, sin acotaciones; a veces casi como rifirrafes del dúo Pimpinela. Pero, más que como una obra de teatro, yo he leído (o visto) la historia como una película: por escenas. (Quizás quedaría muy bien una versión filmada de esta novela; dirigida, por ejemplo, por Mario Camus, o por Icíar Bollaín, se me ocurre).
La novela consiste básicamente en el reencuentro de dos personajes. Dos personajes que se cruzan, que se aman, que se odian, que recuerdan, que se van (re)descubriendo, que se influyen tanto desde cerca como desde lejos, que se hacen daño (“Nos hacemos daño, chico, nos hacemos un daño feroz los unos a los otros, sin querer y queriendo. Sin poder evitarlo”), que se transforman decisivamente uno al otro y en cierto modo se ayudan a vivir (a emprender la vida o a reemprenderla, respectivamente). Está el viejo cascarrabias, solitario, derrotado y pesimista, antiguo maestro (antítesis de su pasado entusiasta e idealista), que escucha al atardecer las cañerías de su pensión y siente asco, miedo, desconsuelo y vergüenza mezclados (siempre autocompadeciéndose, se cree demasiado listo para ser feliz; considera que la felicidad es sólo una publicidad mentirosa de las películas americanas). Y el escritor de éxito, que nos cae un poco mal, la verdad (quizás por su baboseo mitificador del maestro, no sé), con su mujer maravillosa al principio (hasta nos enamoramos de ella) y después ya no tanto, según parece; en el momento cumbre de la novela, se da cuenta de que estaba equivocado en todo, con todos. Después están los secundarios: el padre del escritor, “hombre bueno” por antonomasia que llena la iglesia el día de su funeral, y la madre, que guarda en su pasado la clave de los secretos (la trama de suspense que empuja la novela hacia delante); el faringítico, santo varón, y su sobrino, el nuevo discípulo; etc. Me gustan mucho algunos detalles o imágenes cargados de significado: el golpe de Susana con el tenedor en la mesa, las farolas que hacen daño en los ojos, los días de Navidad en casa de la madre, cómo el triunfador enseña su cochazo a los chicos de la calle para que su amigo de infancia Fermín sepa que "lo han conseguido"...
Ya sé que lo de buscar comparaciones y poner etiquetas es de mal gusto, pero a mí me gusta, qué le voy a hacer. Para mí Luisa Cuerda es nuestra Natalia Ginzburg (algo parecido, quizás, pudo representar hace unos años Carmen Martín Gaite). Para entendernos, como Delibes pero en mujer, con todo lo que eso conlleva. Y con la atmósfera novelística y la enjundia vital de los personajes de Luis Landero. Yo, al menos, veo ese mismo estilo de literatura reposada, sabia y verdadera. A Luisa la llaman Lucha, quizá por lo guerrera. La cuerda del apellido permanece unida en nuestra memoria al imborrable galgo entre la niebla. Lucha se patea los pueblos de Castilla y observa a sus paisanos, y luego nos lo cuenta. Estamos esperando ilusionados esas nuevas narraciones de Castilla la Vieja, esos cuentos castellanos de los que ya nos ha regalado algunos ejemplos.
Friday, October 16, 2009
Una obra de arte
Durante varias horas las televisiones de Estados Unidos cortaron su programación para retransmitir en directo el vuelo de un globo plateado con un niño de seis años dentro. El globo atravesaba a 40 km por hora las montañas y praderas de Colorado. Las infinitas llanuras del Medio Oeste. La toma de la cámara era preciosa, perfecta. El globo, centelleante por el sol, subía, bajaba, se atravesaba en diagonal, se acunaba en el aire como un bebé dormido. Así durante varias horas. Llegó a ascender a 10.000 pies de altura. Además, tenía aspecto de OVNI, de nave extraterrestre tradicional, de las de toda la vida. Sólo sobraban los periodistas con sus inevitables comentarios de imbéciles. No se daban cuenta de que aquello no era una noticia. Aquello era una obra de arte. Un espectáculo para contemplar en silencio.
(Imagina: millones de personas, sentadas frente al televisor durante horas, contemplando en silencio cómo un globo plateado sobrevuela la infinita llanura de Colorado)
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Tras más de cinco horas de vuelo, el aparato se posó delicadamente a unos 80 km de donde había salido: la casa del inventor Richard Heene (padre de la criatura) en Fort Collins. Mientras se acercaba al suelo, un policía corría desesperado tratando de atrapar el globo. Numerosos miembros de los servicios de emergencia rodearon el aparato con sus coches, camiones y ambulancias (está es la parte ridícula de la historia). Finalmente en el globo no había nadie, pues el niño se había escondido en una caja del garaje temeroso por la reacción de los mayores.
Reconozco que cuando lo pusieron en directo en el telediario de Antena 3 no sentí miedo por el supuesto niño que iba dentro del globo. Más bien pensé: qué envidia, qué gozada ir ahí subido, balanceándose, viendo el paisaje.
Podría ser que el padre del niño o algún directivo de televisión prepararan el espectáculo. Si es así, les salió perfecto.
También podríamos hablar del simbolismo escénico de Pere Gimferrer desmayándose en la entrega del Premio Planeta. Pero ésa es otra historia...
Wednesday, October 14, 2009
Hombres solitarios en mangas de camisa
Shall I say, I have gone at dusk through narrow streets
And watched the smoke that rises from the pipes
Of lonely men in shirt-sleeves, leaning out of windows? [...]
Shall I part my hair behind? Do I dare to eat a peach?
I shall wear white flannel trousers, and walk upon the beach.
I have heard the mermaids singing, each to each.
I do not think that they will sing to me.
¿Diré que he pasado al oscurecer por estrechas calles
observando el humo que se eleva de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, asomados a la ventana? [...]
¿Me haré raya en el pelo por detrás? ¿Me atrevo a comer un melocotón?
Me pondré pantalones blancos de franela, y pasearé por la playa.
He oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
(T. S. Eliot, La canción de amor de J. Alfred Prufock)
Después de varios años sin leer prácticamente poesía, ha llegado este señor repeinadísimo y de enormes orejas de soplillo a salvarme del naufragio. Se me ocurren pocos escritores más ingleses que este americano.
And watched the smoke that rises from the pipes
Of lonely men in shirt-sleeves, leaning out of windows? [...]
Shall I part my hair behind? Do I dare to eat a peach?
I shall wear white flannel trousers, and walk upon the beach.
I have heard the mermaids singing, each to each.
I do not think that they will sing to me.
¿Diré que he pasado al oscurecer por estrechas calles
observando el humo que se eleva de las pipas
de hombres solitarios en mangas de camisa, asomados a la ventana? [...]
¿Me haré raya en el pelo por detrás? ¿Me atrevo a comer un melocotón?
Me pondré pantalones blancos de franela, y pasearé por la playa.
He oído a las sirenas cantándose unas a otras.
No creo que me canten a mí.
(T. S. Eliot, La canción de amor de J. Alfred Prufock)
Después de varios años sin leer prácticamente poesía, ha llegado este señor repeinadísimo y de enormes orejas de soplillo a salvarme del naufragio. Se me ocurren pocos escritores más ingleses que este americano.
Saturday, October 10, 2009
The Cinematic Orchestra: To build a home
Una auténtica maravilla. Vídeo dirigido por un tal Sam Huntley:
Friday, October 09, 2009
La casilla siete-nueve-tres
Leyendo El proceso de Kafka en la Delegación de Hacienda. Esperando que los números avancen. Poco a poco. Muy lentamente. Mu-y len-ta-men-te. A ritmo de funcionario.
Cuando a uno le llega una carta del fisco, ya se ve prácticamente entre rejas. O hipotecado de por vida en una deuda infinita, por simple ignorancia de alguna norma recóndita. El gran delito no necesita de retórica: “Contenido incorrecto partida 793”. Simplemente. Sin preposiciones ni determinantes. Estilo robot. Con eso basta. Para qué más explicación. Lo importante es que hasta que no se subsane la incidencia no se procederá a la devolución.
Uno busca la maldita casilla, mira y remira, coteja los documentos, y ve que todo está bien. El número es correcto. Todo está bien. ¿Cuál es el “contenido incorrecto”? No importa, los papeles no dan más pistas. Allá que cada cual se las apañe con su delito. No haga más preguntitas, señor Josef K.
Para empeorar las cosas, el epígrafe de la carta dice: “Solicitud de documentos”. Por supuesto, no especifica qué documentos. ¿Qué documentos pueden ser si el dato está bien puesto? Uno se pone a cavilar qué documentos tendrían supuestamente que ver con la casilla en cuestión: ¿qué documentos, según la retorcida imaginación funcionarial, podrían ser necesarios para comprobar la validez de un dato que, a todas luces, es el correcto? Bien, supuestamente adivinados, expansivamente, creativamente deducidos, uno los localiza, los reúne y decide fotocopiarlos. Pero tampoco es plan de mandar cien hojas por fax. Y si llamas por teléfono, unas voces metálicas te derivan a las permutaciones más inverosímiles, pero no te dan la opción de llegar a donde quieres: simple información. No hay remedio: habrá que ir en persona. Hay que asumir la pérdida de una mañana. Lo más odioso. Una mañana en las colas. Colas para entrar, para pedir turno, para que le atiendan. Lo peor. Las colas, las ventanillas, los papeles, los funcionarios, la burocracia que nos ahoga. Lo odio. Me supera. Me llevo de acompañante el libro de Kafka.
Al final, tras una larguísima espera, tras una larga marcha hacia el castillo, le atienden a uno. Expone el caso y enseña la carta. Por si acaso, tiene preparada en la carpeta toda una artillería de documentos. Rápidamente, escucha la solución del proceso en voz del funcionario: “Ah, nada, eso es que se ha debido equivocar la persona que pasa los datos al ordenador. Pasa mucho”. No me extraña que al principio te hagan pasar por un detector de metales, porque la verdad es que a veces apetece armarse hasta los dientes y hacer un pequeño Columbine. Sólo uno pequeñito.
Cuando a uno le llega una carta del fisco, ya se ve prácticamente entre rejas. O hipotecado de por vida en una deuda infinita, por simple ignorancia de alguna norma recóndita. El gran delito no necesita de retórica: “Contenido incorrecto partida 793”. Simplemente. Sin preposiciones ni determinantes. Estilo robot. Con eso basta. Para qué más explicación. Lo importante es que hasta que no se subsane la incidencia no se procederá a la devolución.
Uno busca la maldita casilla, mira y remira, coteja los documentos, y ve que todo está bien. El número es correcto. Todo está bien. ¿Cuál es el “contenido incorrecto”? No importa, los papeles no dan más pistas. Allá que cada cual se las apañe con su delito. No haga más preguntitas, señor Josef K.
Para empeorar las cosas, el epígrafe de la carta dice: “Solicitud de documentos”. Por supuesto, no especifica qué documentos. ¿Qué documentos pueden ser si el dato está bien puesto? Uno se pone a cavilar qué documentos tendrían supuestamente que ver con la casilla en cuestión: ¿qué documentos, según la retorcida imaginación funcionarial, podrían ser necesarios para comprobar la validez de un dato que, a todas luces, es el correcto? Bien, supuestamente adivinados, expansivamente, creativamente deducidos, uno los localiza, los reúne y decide fotocopiarlos. Pero tampoco es plan de mandar cien hojas por fax. Y si llamas por teléfono, unas voces metálicas te derivan a las permutaciones más inverosímiles, pero no te dan la opción de llegar a donde quieres: simple información. No hay remedio: habrá que ir en persona. Hay que asumir la pérdida de una mañana. Lo más odioso. Una mañana en las colas. Colas para entrar, para pedir turno, para que le atiendan. Lo peor. Las colas, las ventanillas, los papeles, los funcionarios, la burocracia que nos ahoga. Lo odio. Me supera. Me llevo de acompañante el libro de Kafka.
Al final, tras una larguísima espera, tras una larga marcha hacia el castillo, le atienden a uno. Expone el caso y enseña la carta. Por si acaso, tiene preparada en la carpeta toda una artillería de documentos. Rápidamente, escucha la solución del proceso en voz del funcionario: “Ah, nada, eso es que se ha debido equivocar la persona que pasa los datos al ordenador. Pasa mucho”. No me extraña que al principio te hagan pasar por un detector de metales, porque la verdad es que a veces apetece armarse hasta los dientes y hacer un pequeño Columbine. Sólo uno pequeñito.
Finalmente le pregunto al amable funcionario si, ya que todo está correcto, procederán en breve a la devolución. Dice que en un mes o así, pero remarca: "Bueno, eso si no surge ninguna otra incidencia". Mucho me temo que ésta sólo ha sido la primera prueba de un calvario infinito. Si es así, que sepan que me rindo ya: que no me devuelvan nada, ¿cuánto quieren que les pague?
Friday, October 02, 2009
Un grito en la calle
From the playfield the boys raised a shout. A whirring whistle: goal. What if that nightmare gave you a back kick?
—The ways of the Creator are not our ways —Mr Deasy said—. All human history moves towards one great goal, the manifestation of God.
Stephen jerked his thumb towards the window, saying:
—That is God.
Hooray! Ay! Whrrwhee!
—What? —Mr Deasy asked.
—A shout in the street —Stephen answered, shrugging his shoulders.
Desde el campo de juego, los muchachos elevaron un grito. Un silbato vibrante: gol. ¿Y si esa pesadilla te diese una coz?
—Los caminos del Creador no son nuestros caminos —dijo Mr. Deasy—. Toda la historia humana se dirige hacia una gran meta, la manifestación de Dios.
Stephen sacudió el pulgar hacia la ventana, diciendo:
—Eso es Dios.
¡Hurra! ¡Bien! ¡Prrrri!
—¿Qué? —dijo Mr. Deasy.
—Un grito en la calle —contestó Stephen, encogiéndose de hombros.
—The ways of the Creator are not our ways —Mr Deasy said—. All human history moves towards one great goal, the manifestation of God.
Stephen jerked his thumb towards the window, saying:
—That is God.
Hooray! Ay! Whrrwhee!
—What? —Mr Deasy asked.
—A shout in the street —Stephen answered, shrugging his shoulders.
Desde el campo de juego, los muchachos elevaron un grito. Un silbato vibrante: gol. ¿Y si esa pesadilla te diese una coz?
—Los caminos del Creador no son nuestros caminos —dijo Mr. Deasy—. Toda la historia humana se dirige hacia una gran meta, la manifestación de Dios.
Stephen sacudió el pulgar hacia la ventana, diciendo:
—Eso es Dios.
¡Hurra! ¡Bien! ¡Prrrri!
—¿Qué? —dijo Mr. Deasy.
—Un grito en la calle —contestó Stephen, encogiéndose de hombros.
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