Tuesday, October 20, 2009

El chico de las cigüeñas, de Luisa Cuerda

Atentos todos, porque entre la morralla pringosa de las novedades resulta muy difícil reparar en esta joya. Me imagino, dentro de 50 años, a alguien rebuscando entre los volúmenes de la cuesta de Moyano o de una librería de viejo. De repente verá este libro, lo cogerá, lo abrirá y, en cuanto empiece a hojearlo, sabrá que es suyo, que se lo lleva. Y en casa lo disfrutará tranquilamente, con gozosa parsimonia, párrafo a párrafo, página a página, como el que saborea sin prisa unas natillas templadas (me ha venido a la cabeza este símil bastante tonto, no sé por qué). Se podrá sumergir en una época remota, en una España lejana y rara (lejana y rara para este “alguien”; para nosotros no tanto, aunque también un poco), la de los pueblos de provincias, con sus gentes, sus costumbres, sus relaciones familiares, sus curas y maestros, su lenguaje, y el traslado a la gran ciudad, ese contraste radical con Madrid, esa fiera aburrida y triste repleta de hombres abandonados (según uno de los protagonistas). Verá la vida fluyendo; seres reales, palpitantes, con sus múltiples matices y vertientes, no monigotes de cartón piedra ni peleles maniqueos. Aprenderá cosas valiosas de la vida. Repensará la suya. Será vagamente feliz. Lo imagino y me da envidia de esta persona quizás aún no nacida, aunque parezca absurdo. Me la imagino tumbada en la cama, cubierta con las mantas hasta la barbilla, en pleno invierno, asistiendo a esas vidas remotas en movimiento, de carne y hueso.
El chico de las cigüeñas es un libro intenso y emocionante, un libro muy inteligente, lleno de sabiduría de la buena (es decir, que abre el abanico desde sus dos extremos imprescindibles: el realismo casi cínico y la ética pretendida o de buena voluntad), tan lejos del manual de autoayuda como del sálvese quien pueda. Con sustancia moral. Un libro, ya digo, para leer despacio, demorándose en las palabras, saboreando las ideas. Me lo he leído por segunda vez, ésta con lápiz en mano para marcar algunas cosas, subrayar frases (“El dolor que causamos a un inocente tiene el rostro de la incredulidad”, “En la soledad hay suficiente sitio para todos”, “Como todas las solteronas, es monárquica perdida”, “Todos me miran y yo, en el centro de aquel circo, me pregunto qué estoy haciendo allí”, etc, etc, etc), enmarcar otras entre paréntesis y abrir llavecitas en el margen. Por el placer de garabatear. Sí, hay muchas verdades en este libro, a veces muy contundentes y casi aforísticas, que condensan la sabiduría de la vida vivida, pero nos consuela la sospecha de sus contrarias. Se deja la puerta abierta. La secuencia narrativa, la peripecia de la trama, evita o disuade o difumina la sentencia. Menos una, quizás: todo es vanidad. Y esto sin olvidar algunas reflexiones metaliterarias, sobre la naturaleza de la narración, de las historias que mueven el mundo.
Desde las primeras páginas, uno se percata al menos de dos cosas: 1) El gusto —el cuidado, el respeto supremo— que la autora tiene por las palabras (de ahí la sabia concisión y sencillez de su prosa); y 2) La peculiar estructura que domina el libro, como el constante tira y afloja de un doble punto de vista intermitente. En cuanto al punto 1, algunos ya lo sabíamos, pues Luisa llegó precisamente al Círculo Solana huyendo de la peste del cliché, de esas píldoras de hormigón de sustantivo-adjetivo o verbo-adverbio que todos nos tragamos a diario en toneladas (desde el mismo comienzo del libro, medita sobre las palabras de la dedicatoria, las connotaciones del “maestro”, sobre la expresión materna “ser más”…). En cuanto al punto 2, podría ser un hándicap, pero resulta todo lo contrario. Es una estructura muy peculiar, poco común, muy definida, pero no perturba para nada la lectura; más bien al contrario: la facilita y la llena de matices gracias a ese doble punto de vista intercalado. Debe de ser muy difícil resolver con tan buena mano este reto tan complejo de la estructura. Pero está tan bien hecho que ni se nota. Que hay mucho oficio aquí condensado es algo que se ve a la legua. Los diálogos son constantes, casi teatrales, sin acotaciones; a veces casi como rifirrafes del dúo Pimpinela. Pero, más que como una obra de teatro, yo he leído (o visto) la historia como una película: por escenas. (Quizás quedaría muy bien una versión filmada de esta novela; dirigida, por ejemplo, por Mario Camus, o por Icíar Bollaín, se me ocurre).
La novela consiste básicamente en el reencuentro de dos personajes. Dos personajes que se cruzan, que se aman, que se odian, que recuerdan, que se van (re)descubriendo, que se influyen tanto desde cerca como desde lejos, que se hacen daño (“Nos hacemos daño, chico, nos hacemos un daño feroz los unos a los otros, sin querer y queriendo. Sin poder evitarlo”), que se transforman decisivamente uno al otro y en cierto modo se ayudan a vivir (a emprender la vida o a reemprenderla, respectivamente). Está el viejo cascarrabias, solitario, derrotado y pesimista, antiguo maestro (antítesis de su pasado entusiasta e idealista), que escucha al atardecer las cañerías de su pensión y siente asco, miedo, desconsuelo y vergüenza mezclados (siempre autocompadeciéndose, se cree demasiado listo para ser feliz; considera que la felicidad es sólo una publicidad mentirosa de las películas americanas). Y el escritor de éxito, que nos cae un poco mal, la verdad (quizás por su baboseo mitificador del maestro, no sé), con su mujer maravillosa al principio (hasta nos enamoramos de ella) y después ya no tanto, según parece; en el momento cumbre de la novela, se da cuenta de que estaba equivocado en todo, con todos. Después están los secundarios: el padre del escritor, “hombre bueno” por antonomasia que llena la iglesia el día de su funeral, y la madre, que guarda en su pasado la clave de los secretos (la trama de suspense que empuja la novela hacia delante); el faringítico, santo varón, y su sobrino, el nuevo discípulo; etc. Me gustan mucho algunos detalles o imágenes cargados de significado: el golpe de Susana con el tenedor en la mesa, las farolas que hacen daño en los ojos, los días de Navidad en casa de la madre, cómo el triunfador enseña su cochazo a los chicos de la calle para que su amigo de infancia Fermín sepa que "lo han conseguido"...
Ya sé que lo de buscar comparaciones y poner etiquetas es de mal gusto, pero a mí me gusta, qué le voy a hacer. Para mí Luisa Cuerda es nuestra Natalia Ginzburg (algo parecido, quizás, pudo representar hace unos años Carmen Martín Gaite). Para entendernos, como Delibes pero en mujer, con todo lo que eso conlleva. Y con la atmósfera novelística y la enjundia vital de los personajes de Luis Landero. Yo, al menos, veo ese mismo estilo de literatura reposada, sabia y verdadera. A Luisa la llaman Lucha, quizá por lo guerrera. La cuerda del apellido permanece unida en nuestra memoria al imborrable galgo entre la niebla. Lucha se patea los pueblos de Castilla y observa a sus paisanos, y luego nos lo cuenta. Estamos esperando ilusionados esas nuevas narraciones de Castilla la Vieja, esos cuentos castellanos de los que ya nos ha regalado algunos ejemplos.

4 comments:

M. said...

Enhorabuena querida Luisa: por el libro y por esta estupenda crítica de Conde-Duque. Un abrazo.

la luz tenue said...

Me lo apunto, y esta tarde lo encargo. Tiene buenísima pinta.

alicia said...

Hace un año tuve la gran suerte de compartir páginas con Luisa Cuerda en un libro de relatos de diversos autores. Casi treinta y tantos cuentos extrañamente afines pese a las diferencias. "Mayo" fue la aportación de Luisa a este volumen, un texto que me encantó y que no he olvidado. Tomo nota de este libro que seguro sabe tan bien como aquella cucharada de filtrada realidad.
Felicidades por tu blog

virgi said...

Si la comparas con Delibes, me gustaría leer el libro.
Un saludo