Han pasado cinco años desde el atentado terrorista de Nueva York. Millones de espectadores de todo el mundo pudimos asistir en directo por televisión a las imágenes de las Torres Gemelas derrumbándose.
Habremos visto ya cientos de veces esas imágenes y no nos cansamos de verlas. Son estéticamente subyugantes, tienen algo que nos retiene pegados a la pantalla, con los ojos asombrados, como grandes paladares de miedo, y con la boca abierta, como en un grito mudo. Responden a lo que Kant clasificó como «lo sublime terrorífico».
En Lo bello y lo sublime Kant analiza e ilustra estas dos clases de emoción sensible:
La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa, o la pintura del infierno por Milton producen agrado, pero unido a terror; la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando, y la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella primera impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien de la segunda es preciso el sentimiento de lo bello. […]
La noche es sublime, el día es bello. En la cama de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime conmueve, lo bello encanta.
(Kant, Lo bello y lo sublime. La paz perpetua, Espasa-Calpe, Madrid, 1946, pp. 13-14.)
Dentro del sentimiento de lo sublime, Kant distingue a su vez entre lo terrorífico, cuando lo acompaña cierta sensación de terror o de melancolía (por ejemplo, ante una soledad profunda), lo noble, cuando produce un asombro tranquilo (verbigracia, una gran altura), y lo magnífico, cuando el sentimiento de belleza se extiende sobre el conjunto, sobre la disposición general sublime (la basílica de San Pedro, en Roma):
La vista de una montaña cuyas nevadas cimas se alzan sobre las nubes, la descripción de una tempestad furiosa, o la pintura del infierno por Milton producen agrado, pero unido a terror; la contemplación de campiñas floridas, valles con arroyos serpenteantes, cubiertos de rebaños pastando, y la descripción del Elíseo o la pintura del cinturón de Venus en Homero, proporcionan también una sensación agradable, pero alegre y sonriente. Para que aquella primera impresión ocurra en nosotros con fuerza apropiada debemos tener un sentimiento de lo sublime; para disfrutar bien de la segunda es preciso el sentimiento de lo bello. […]
La noche es sublime, el día es bello. En la cama de la noche estival, cuando la luz temblorosa de las estrellas atraviesa las sombras pardas y la luna solitaria se halla en el horizonte, las naturalezas que posean un sentimiento de lo sublime serán poco a poco arrastradas a sensaciones de amistad, de desprecio del mundo y de eternidad. El brillante día infunde una activa diligencia y un sentimiento de alegría. Lo sublime conmueve, lo bello encanta.
(Kant, Lo bello y lo sublime. La paz perpetua, Espasa-Calpe, Madrid, 1946, pp. 13-14.)
Dentro del sentimiento de lo sublime, Kant distingue a su vez entre lo terrorífico, cuando lo acompaña cierta sensación de terror o de melancolía (por ejemplo, ante una soledad profunda), lo noble, cuando produce un asombro tranquilo (verbigracia, una gran altura), y lo magnífico, cuando el sentimiento de belleza se extiende sobre el conjunto, sobre la disposición general sublime (la basílica de San Pedro, en Roma):
Un largo espacio de tiempo es sublime. Si corresponde al pasado, resulta noble; si se le considera un porvenir incalculable, contiene algo de terrorífico. Un edificio de la más remota antigüedad es venerable. La descripción hecha por Halles de la eternidad futura infunde un suave terror; la de la eternidad pasada, un asombro inmóvil.
La fruición estética que produce la caída de las torres deviene horror casi metafísico cuando la imagen encuadra la caída de unas pequeñas manchas en el vacío. Al reparar en que esas sombras son personas (seres humanos que, ante la emergencia del fuego, no han tenido más remedio que lanzarse al vacío, a la muerte segura, empujados por el pánico), nos invade una profunda sensación de angustia: ese muñeco insignificante en caída libre, ese grito ahogado que retumba en las nubes, esa triste parábola de la nada... eres tú. Quizá no haya mejor ejemplo de cómo ética y estética se mueven en planos separados pero cercanos, en mundos paralelos que jamás se encuentran pero cuyas direcciones apuntan al mismo horizonte infinito. Obviamente, la estética puede subordinarse —mejor dicho, hacerse subordinar— a la ética, o viceversa, pero en principio trabajan en espacios sin ninguna conexión.
Recuerdo que en su día quisieron colgar en el cadalso mediático a un arquitecto que dijo que aquellas imágenes eran una verdadera obra de arte. Se trataba, sin duda, de una declaración políticamente incorrecta, pero (aunque cueste decirlo) bastante aproximada a la realidad...
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