De poeta a poeta y tiro porque me toca. De Lara Moreno a Ana Merino. (Perdón por la aliteración [y ahora por el pareado]).
Empecemos confesando los pecados: Ave María Purísima, sin pecado concebida, me confieso, padre, de que hace mucho tiempo que no leo poesía. No sé qué me pasa que no puedo. La poesía me ruboriza, me estomaga, me nerviosea. A lo mejor hasta me produce urticaria, doctor. Creo que sólo puedo con los haikus, y a pequeños sorbitos. Cojo un libro de poesía, cualquiera, y empiezo a sentir cómo gotea almíbar por las hojas, cómo resbala la miel por el lomo, y se me pringan los dedos. Empiezo a leer un verso y me imagino al poeta en trance, recitando con los ojos en blanco, y me da así como repelús, o risa, o miedo. Creo en otra poesía: disfruto de la poesía del cine, la poesía de un paisaje, la poesía de unas fotos, la poesía de un libro en prosa… Pero la poesía-poesía no puedo con ella. Qué le voy a hacer. En fin, ya se me pasará.
Pero no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que leía poesía, bastante poesía. Mi Biblia era Poeta en Nueva York y mi ídolo incuestionable era Vicente Aleixandre. Digo sólo que la leía porque lo que escribía entonces (con 15 o 16 años) no puede asimilarse al nombre de poesía; era más bien una serie de alaridos cursis y enamoradizos, de autoelegías ridículas, pseudoexistencialistas, en definitiva, una cosa mala mala, penosísima, que, con muy buen criterio, quemé en una noche de soledad en casa, con gran aparato ceremonial, simbólico e inmolatorio. Bueno, al grano, que me disperso…
Cuando pasó lo que quiero contar yo acababa de cumplir 18 años. O sea, que ya podía votar y conducir y seguir bebiendo (si bien ahora legalmente). Estaba una tarde de sábado paseando por la Feria del Libro del Retiro. Pasé por una caseta y la vi detrás del mostrador. Tenía los ojos grandes (pero parecían pequeños) y muy oscuros y una frondosa melena ondulada. Jugaba con los dedos y los rizos. Me pareció atractiva. En un cartelito estaba su nombre, de hondas resonancias ovinas. Había hojeado su libro —Premio Adonáis 1994— en una librería (seguramente Visor, por donde iba a menudo) y me había gustado. Me armé de valor y, venciendo mi timidez, decidí acercarme a comprarlo. No había ningún otro lector.
No creo que dijese nada especial, como mucho Hola, qué tal. La poeta (que estaba a punto de cumplir 24) me sonrió y se dispuso a firmarme el libro. Se tiró un buen rato garabateando. Yo pensaba: qué hace, qué estará poniendo ahí tanto tiempo, a lo mejor también ha sentido el flechazo y se me está declarando por escrito... La verdad es que pasé un mal rato, allí esperando, sin saber qué cara poner. Por fin terminó, me lo dio, le dije muchas gracias, compartimos una mueca de sonrisa, le pagué al dependiente y me fui rápidamente. No, las Musas no me sirvieron ninguna frase memorable en bandeja. Ni dos besos líricos enrojecieron mis mejillas.
Unos metros más allá, ya tranquilo, a salvo de esa mirada de agujero negro que absorbía la materia, abrí el libro y leí la dedicatoria: eran unas letras floridas, con un niño sonriente dibujado en la O con que termina mi nombre, y unas cuantas hojas otoñales cayendo por la página. Lo había firmado como Ana y a continuación había hecho el dibujo de una oveja. Una ovejita supuestamente no churra, muy simpática y lanosa. La miro ahora y sigue sonriendo.
Recuerdo que leí aquellos poemas con gran placer y emoción. Me gustaron mucho. Y los leí una y otra vez, hasta desgastar las páginas. Preparativos para un viaje se llamaba aquel libro, y estaba muy en la línea de mi admirado Aleixandre (o eso me pareció a mí). Me gustaba su música de columpio o mecedora, la conexión inaudita de imágenes reveladoras ("abotona el cansancio y olvida que la sed se hace con miga de pan"), sus greguerías ("suspiro en una estación haciendo punto con las agujas del reloj", "sólo quiero sujetar el invierno como cualquier árbol sin hojas") y, sobre todo, su sobriedad. [Por cierto: no sé si pasaría con más ejemplares de esa edición, pero el mío después de la página 16 vuelve a empezar con la portada (o sea, que se repiten otra vez las 16 primeras páginas). Sería curioso volver a ver a la poeta, tantos años después, y que me firmase otra dedicatoria en el segundo comienzo del libro.]
Desde entonces he ido comprando todos sus libros (ya van cinco), y me siguen gustando. Ahora ya no leo ni compro poesía, pero si me entero de que sale un nuevo libro de Ana Merino salgo corriendo a comprarlo. Más que nada por seguir la tradición, por ser fiel con mi pasado (y, ahora que nadie nos oye, también por disfrutar un rato).
Os dejo con mi poema preferido de mi libro preferido de mi poeta preferida:
Carta de un náufrago
Con el consentimiento de la nieve / caminaré despacio. / Alguien habrá que espere junto al fuego / y yo, que estaré ciega por el frío, / haré paradas breves, / sacudiré el paraguas y empezaré de nuevo. / El único secreto es no sentirse / inmensamente lleno de verdades. / No aceptar nunca las invitaciones / que la neblina / sugiere al anidar con sus disfraces / de paisaje feliz, de grandes sueños. / Alguien habrá que diga, se ha perdido, / alguien saldrá a buscarme, / y llevará el calor de una botella / donde podré mandarte este mensaje.
(Ana Merino, Los días gemelos)
Empecemos confesando los pecados: Ave María Purísima, sin pecado concebida, me confieso, padre, de que hace mucho tiempo que no leo poesía. No sé qué me pasa que no puedo. La poesía me ruboriza, me estomaga, me nerviosea. A lo mejor hasta me produce urticaria, doctor. Creo que sólo puedo con los haikus, y a pequeños sorbitos. Cojo un libro de poesía, cualquiera, y empiezo a sentir cómo gotea almíbar por las hojas, cómo resbala la miel por el lomo, y se me pringan los dedos. Empiezo a leer un verso y me imagino al poeta en trance, recitando con los ojos en blanco, y me da así como repelús, o risa, o miedo. Creo en otra poesía: disfruto de la poesía del cine, la poesía de un paisaje, la poesía de unas fotos, la poesía de un libro en prosa… Pero la poesía-poesía no puedo con ella. Qué le voy a hacer. En fin, ya se me pasará.
Pero no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que leía poesía, bastante poesía. Mi Biblia era Poeta en Nueva York y mi ídolo incuestionable era Vicente Aleixandre. Digo sólo que la leía porque lo que escribía entonces (con 15 o 16 años) no puede asimilarse al nombre de poesía; era más bien una serie de alaridos cursis y enamoradizos, de autoelegías ridículas, pseudoexistencialistas, en definitiva, una cosa mala mala, penosísima, que, con muy buen criterio, quemé en una noche de soledad en casa, con gran aparato ceremonial, simbólico e inmolatorio. Bueno, al grano, que me disperso…
Cuando pasó lo que quiero contar yo acababa de cumplir 18 años. O sea, que ya podía votar y conducir y seguir bebiendo (si bien ahora legalmente). Estaba una tarde de sábado paseando por la Feria del Libro del Retiro. Pasé por una caseta y la vi detrás del mostrador. Tenía los ojos grandes (pero parecían pequeños) y muy oscuros y una frondosa melena ondulada. Jugaba con los dedos y los rizos. Me pareció atractiva. En un cartelito estaba su nombre, de hondas resonancias ovinas. Había hojeado su libro —Premio Adonáis 1994— en una librería (seguramente Visor, por donde iba a menudo) y me había gustado. Me armé de valor y, venciendo mi timidez, decidí acercarme a comprarlo. No había ningún otro lector.
No creo que dijese nada especial, como mucho Hola, qué tal. La poeta (que estaba a punto de cumplir 24) me sonrió y se dispuso a firmarme el libro. Se tiró un buen rato garabateando. Yo pensaba: qué hace, qué estará poniendo ahí tanto tiempo, a lo mejor también ha sentido el flechazo y se me está declarando por escrito... La verdad es que pasé un mal rato, allí esperando, sin saber qué cara poner. Por fin terminó, me lo dio, le dije muchas gracias, compartimos una mueca de sonrisa, le pagué al dependiente y me fui rápidamente. No, las Musas no me sirvieron ninguna frase memorable en bandeja. Ni dos besos líricos enrojecieron mis mejillas.
Unos metros más allá, ya tranquilo, a salvo de esa mirada de agujero negro que absorbía la materia, abrí el libro y leí la dedicatoria: eran unas letras floridas, con un niño sonriente dibujado en la O con que termina mi nombre, y unas cuantas hojas otoñales cayendo por la página. Lo había firmado como Ana y a continuación había hecho el dibujo de una oveja. Una ovejita supuestamente no churra, muy simpática y lanosa. La miro ahora y sigue sonriendo.
Recuerdo que leí aquellos poemas con gran placer y emoción. Me gustaron mucho. Y los leí una y otra vez, hasta desgastar las páginas. Preparativos para un viaje se llamaba aquel libro, y estaba muy en la línea de mi admirado Aleixandre (o eso me pareció a mí). Me gustaba su música de columpio o mecedora, la conexión inaudita de imágenes reveladoras ("abotona el cansancio y olvida que la sed se hace con miga de pan"), sus greguerías ("suspiro en una estación haciendo punto con las agujas del reloj", "sólo quiero sujetar el invierno como cualquier árbol sin hojas") y, sobre todo, su sobriedad. [Por cierto: no sé si pasaría con más ejemplares de esa edición, pero el mío después de la página 16 vuelve a empezar con la portada (o sea, que se repiten otra vez las 16 primeras páginas). Sería curioso volver a ver a la poeta, tantos años después, y que me firmase otra dedicatoria en el segundo comienzo del libro.]
Desde entonces he ido comprando todos sus libros (ya van cinco), y me siguen gustando. Ahora ya no leo ni compro poesía, pero si me entero de que sale un nuevo libro de Ana Merino salgo corriendo a comprarlo. Más que nada por seguir la tradición, por ser fiel con mi pasado (y, ahora que nadie nos oye, también por disfrutar un rato).
Os dejo con mi poema preferido de mi libro preferido de mi poeta preferida:
Carta de un náufrago
Con el consentimiento de la nieve / caminaré despacio. / Alguien habrá que espere junto al fuego / y yo, que estaré ciega por el frío, / haré paradas breves, / sacudiré el paraguas y empezaré de nuevo. / El único secreto es no sentirse / inmensamente lleno de verdades. / No aceptar nunca las invitaciones / que la neblina / sugiere al anidar con sus disfraces / de paisaje feliz, de grandes sueños. / Alguien habrá que diga, se ha perdido, / alguien saldrá a buscarme, / y llevará el calor de una botella / donde podré mandarte este mensaje.
(Ana Merino, Los días gemelos)
5 comments:
usted sí que es un poeta. O también es un poeta. No conocía a la Merino, y Aleixandre también era un favorito de esas edad. "Espadas como labios". Una vez en una feria del libro compré "La destrucción o el amor" y varios colegas (que no sabía que era aquello) se quedaron filipados; guau... la destrucción o el amor, qué jevi...
Después no entendía nada de aquello, o casi nada. Lorca en cambio era otra cosa.
Qué bien lo cuentas!
Yo pasé de los tebeos a la poesía directamente y creo que no leí una novela hasta llegar a la Facultad.
Aleixandre, Lorca, Gil de Biedma, Machado, Ángel González, José Hierro, César Vallejo y Borges, me quedé colgada de Borges.
Ahora estoy leyendo una antología de poetas italianos del novecento que compré este verano. Es un libro gordo gordo que no se acaba nunca. Una gozada.
Besos merinos (me la apunto)
Estoy seguro de que Ana Merino leería con verdadero placer esta entrada. Y con agradecimiento también.
Muy interesante, conde-duque, intentaré leer algo más de ella, me gusta descubrir nuevas poetisas (o poetas)....
Tu poeta preferida ha sacado nuevo poemario en el que aparece una oveja parlanchina, y quiere regalártelo firmado con el dibujo de un gato....
Ahora vivo en Iowa City...escribemé y mandamé tu dirección
ana-merino@uiowa.edu
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