La fachada de la casa-museo.The South Drawing Room.
El efecto de los espejos convexos.
Mabalot y Conde-Duque, hace cien años, maquinando el futuro de la literatura. (La boina es importantísima)
Al día siguiente me levanté el primero. Serían las doce y pico. No sabría reproducir con palabras la sensación al abrir la puerta de la casa y salir de la oscuridad plena al verde más luminoso que se pueda imaginar. Además de la luz cegadora, una bofetada violenta de Creación: árboles, montañas y animales (pájaros cantando, una salamandra corriendo, abejorros zumbando). Como en la noche anterior todo era oscuridad, fue como descubrir el mundo por primera vez. Algo parecido debieron de experimentar Adán y Eva durante el Génesis. Me fui al manantial cercano. Saciar la sed con agua fresca y cristalina es un lujo inefable, como meter la cabeza resacosa en el agua helada.
Tras el desayuno (un café cargadísimo con madalenas), dimos un largo paseo por las montañas. El sol pegaba fuerte pero no asfixiaba. Daba gusto tomarse un respiro a la sombra de los pinos. Apetecía bañarse en el río. De regreso, a preparar el fuego en la chimenea para hacer la comida: chuletas, panceta, choricillos, pinchos morunos... Mientras se hacían las brasas, nos tomamos el aperitivo: cerveza fría, tortilla y empanada. Para regar la comida, vino tinto. En los postres, brindis de pacharán por los de 30 recién cumplidos. Ay, qué vida más dura...
Por la tarde, después de la subida a la colina, pusimos la radio -más o menos se captaba la frecuencia- y escuchamos la remontada épica del Real Madrid. Con el último gol, los cuatro madridistas gritamos, saltamos y brindamos como locos. Qué euforia. El del Atletico y el del Barça nos miraban con envidia. Ellas se reían sin entender muy bien todo aquello.
La segunda noche prometía ser muy larga... Y lo fue.