Mucho me temo que me estoy convirtiendo en un sujetador de viejas.
A ver, me explico. No es que me esté transformando en el soporte íntimo de los pechos blandos y caídos de la tercera edad. No, pordiós, qué asco. Lo que pasa es que cuando voy en el autobús siempre tengo que agarrar a alguna anciana antes de que se me caiga de bruces al suelo, o sujetarla in extremis cuando sale volando por culpa de los frenazos del conductor, o ayudarla a bajar a la calle sin que sucumba en el precipicio. De hecho, soy todo un experto. Un profesional. Cuando subo al autobús ya ni siquiera me siento. Me quedo de pie en el centro, a la altura de la puerta, y desde allí vigilo todos los peligros que acechan a las viejas, como un Mitch Buchanan pero más urbano y en menos hortera (esto último no es nada difícil). Digo yo que el ayuntamiento me podría poner gratis el Abono Transportes.
He aprendido a anticipar con gran prestancia y seguridad las caídas y mareos y golpes de las señoras mayores. En cuanto percibo un leve tambaleo de piernas o un giro brusco del cuerpo me saltan las alarmas, alargo el brazo y rescato del abismo los esqueletos ya descalcificados y las crismas frágiles de las ancianas. Soy bastante eficaz, la verdad. Modestamente creo que he salvado a unas cuantas de acabar en el hospital con la consabida rotura de cadera.
Creo que empecé a tomarme en serio mi misión de salvador de viejas el año pasado, allá por el mes de febrero, cuando se me escoñó una en el 21, en la parada de Sagasta con Francisco de Rojas. No fue un golpecito sin importancia. Se metió una hostia tremenda. En mi descargo debo decir que la señora estaba saliendo por la puerta del autobús y no me dio tiempo a reaccionar. Al bajar el escalón… desapareció, literalmente. Fue increíble. Sonó un golpe seco en el suelo. Qué susto nos pegamos los pasajeros. Desapareció de la vista. Tal cual. ¡Se había caído a plomo sobre la acera! Salí escopetado de la silla, bajé y estaba allí la pobre señora, tumbada bocabajo en el suelo, casi pegada al bordillo, como cuando en los dibujos animados atropellaban a alguien y se quedaba hecho una lámina. Me agaché a recogerla… pero no podía con ella. Era una anciana pequeñísima, bajita y muy delgada, casi esquelética, pero ¡cómo pesaba la jodía! Hasta que bajó otro de los pasajeros y me ayudó a cogerla no pudimos ponerla en pie. El conductor del autobús también salió -blanco del susto- a ver cómo se encontraba. Lo curioso es que la señora decía que estaba perfectamente, que no le dolía nada y que no hacía falta que nadie la acompañase a casa, que se bastaba ella sola. Hasta pedía disculpas por habernos pegado el susto. Decía: “Nada, nada, no ha sido nada, muchas gracias, no se preocupen, y disculpen…”. Tendría ochenta y muchos o noventa y pocos, creo yo. Cuando llegué a casa todavía me temblaban las piernas del susto.
Todo esto me recuerda que hace bastante tiempo que no veo a una anciana que vive dos portales más arriba. Me la solía encontrar cuando iba al bar de la esquina a tomarse su café con leche y su croissant (en verano se sentaba en las mesas de fuera, al solecito). Daba pasitos cortísimos, como de tortuga. Debía de tardar como media hora en un trayecto de doscientos metros. No parecía estar enferma, pero sí parecía un poco tocada de la cabeza. Iba siempre como algo desorientada o perdida. No creo que tuviera Alzheimer, porque llegaba bien al bar, pero a lo mejor un poco sí tenía. A mí me daba mucha pena por eso y porque iba siempre sola y con la misma ropa (ya sabéis que no soy muy sentimental, pero lo del Alzheimer es que me supera: se me pone un nudo en la garganta y me entran ganas de llorar). Estoy seguro de que los camareros del bar le hacían caso y la atendían muy bien, pero siempre estaba sola (yo me imaginaba que estaba viuda y no tenía hijos).
Un día me la encontré en el semáforo y me cogió del brazo primero para cruzar y después ya hasta llegar a la cafetería. Joder, con qué fuerza agarraba la señora… Qué vitalidad, coño. Os juro que me duraron dos días las marcas en el brazo.
Pues calculo que no la habré visto desde hace cuatro o cinco meses. Es posible que se haya muerto. Espero que no, que esté bien, en alguna residencia o en otro sitio, con su café y su croissant. Ojalá.
PD: Otro día os hablaré de la anciana que se dedica a recoger periódicos en un carrito, que este post ya me ha salido demasiado largo.