La noche del 11 al 12 de enero del año 49 a.C. Julio César se detuvo un instante ante el Rubicón atormentado por las dudas. Según el derecho romano, a ningún general le estaba permitido cruzar aquel pequeño río con su ejército en armas. Hacerlo, por tanto, significaría cometer una ilegalidad, convertirse en criminal, en enemigo de la República, y provocar una guerra civil.
Yo hace tiempo que abandoné las armas y me declaré en rendición ante la Esfinge. He dormido muy bien esta noche, con algo de nervios pero sin ninguna duda. Me pienso lanzar de cabeza al Rubicón, cruzarlo a nado y conquistar Roma, que es la ciudad más hermosa de todos los tiempos.
Después me espera la otra gran capital imperial, Nueva York, con sus infinitas cosas: pasear por la Quinta Avenida y por Central Park, disfrutar la panorámica desde el Empire State, navegar por el Hudson, bizquear junto al Flatiron, revolver libros en el paraíso de Barnes&Noble, cruzar el puente de Brooklyn, recorrer el Metropolitan, etc, etc, etc. Sólo imaginándoselo ya disfruta uno.
Reuniendo las dos versiones (la de Suetonio y la de Plutarco), exclamaré como Julio César: alea iacta est ("la suerte está echada") y &νερρίφθω κύβος ("¡que empiece el juego!"). Pues eso. Hasta la vuelta...