Ayer fuimos al Teatro Real a ver Rigoletto, de Giuseppe Verdi. Nos gustó. (No, si al final la Esfinge va a conseguir que me guste esto...). Vaya por delante que sigo sin tener ni puta idea sobre ópera, así que todo lo que diga tiene igual valor a cero. Sólo sé decir "Esta escena me ha gustado" o "Esta escena me ha aburrido", sin ningún fundamento más que mi propio estado de ánimo. Es más o menos fácil que la música clásica me emocione, pero las voces humanas no. Desde mi absoluta ignorancia, me parece que en general las sopranos gritan o hacen gorgoritos y los tenores sueltan eructos monocordes muy largos o tratan de chulearse alcanzando muchos decibelios roncos. Todo como demasiado exagerado o forzado, artificial. Cosas que me dejan totalmente frío, me aburren, no me emocionan.
Pero ayer fue distinto. Las voces de Patrizia Ciofi (en el papel de Gilda) y de Zeljko Lucic (Rigoletto) sí consiguieron emocionarme. En particular, en sus duetos, o como se llamen. Allí, en aquellos momentos, había algo, sucedía algo, quizás distinto o especial, porque era verdadero, salía fácil, sin esfuerzo. La música es eso, supongo, un instante de emoción, en directo, algo que se mete de un salto en la piel y va directo a la casquería que nos sostiene por los adentros. Había momentos de piel de gallina total.
Una cosa que me gustó en general de la obra es que las voces solían superponerse a la música y llevaban su misma melodía (como en el Réquiem de Mozart, que es mi preferida y por eso es mi único punto de referencia; recordatorio: escuchar a Verdi; me gustó la variedad de estilos, de tonos). Al que hacía de duque, Celso Albelo, no se le oía casi (le tapaba la música, o eso me pareció). En la última escena, los trozos sin música me aburrieron. Hasta la puesta en escena, sobria y fantasmal, me pareció acertada; la legión de hombrecillos extraterrestres estaba muy bien. Por primera vez (o casi) en mi vida, aplaudí al final de la obra sin que fuera por mero compromiso.
Hace unos meses vimos el Tannhäuser de Wagner, también en el Real. Ya no me acuerdo de mucho (el principio, con la bacanal de tíos y tías en bolas, entre sábanas rojas y luces violetas, parecía ambientado en un puticlub; algunas escenas estaban muy bien, otras un poco peñazo; el coro me gustó; por defecto histórico, a veces uno se imaginaba las manifestaciones hitlerianas, con las esvásticas y tal), pero sí recuerdo que me gustó mucho el barítono: era impresionante; acabo de mirar el nombre y, por si a alguien le interesa, se llamaba Christian Gerhaher. Tenía como más matices que los demás, más subidas y bajadas, conseguía variar el estado de ánimo, emocionar, aunque supongo que en eso consiste lo de ser barítono, no sé. Ya digo que ni puta idea. Los demás no me decían nada. No sé si era culpa de los cantantes o de la obra, claro. El mes que viene veremos Las bodas de Fígaro. A ver qué tal.
Yo creo que emocionar debe ser la verdadera (¿y única?) finalidad de la música. Supongo que si supiese algo más de ópera o de música en general, ésta conseguiría emocionarme más. Mientras tanto, me dejaré llevar como un ciego de la mano de la Esfinge. Seguiremos investigando.