Maldita sea mi suerte. Decididamente tengo un don para cruzarme de manera fugaz con ciertos seres de rasgos mentales "peculiares" y comportamientos más o menos "extraños" que me dejan triste -enmohecido, chafado, cabizbajo- durante las siguientes horas, rumiando su desgracia como si fuese culpa mía.
Habitan mi vida durante unos segundos o minutos, pero me dejan pensativo para el resto del día.
Es como si me hiciera momentáneamente cargo de su situación y después los abandonara de la manera más vil. Así me siento, como un ser despreciable, mala gente, un auténtico traidor. En realidad lo que me gustaría es acompañarlos, hablar con ellos, ayudarles en lo posible... No por bondad, sino por puro egoísmo: para quedarme a gusto, tranquilo. Eso me haría sentir bien y me libraría del sentimiento de culpa (quienfuera que fuese el que inventó el sentimiento de culpa era un verdadero hijoputa). Pero nunca lo hago. No sé, supongo que me da vergüenza. Pienso que quién soy yo para juzgar la infelicidad de los demás y pretender aliviársela. ¿Qué me creo, un superhéroe? ¿Y quién me asegura que realmente lo pasan tan mal y que no son todo imaginaciones mías? En cierto modo, me siento culpable por sentir pena, como si fuese una chulería o un acto de soberbia. Por eso nunca hago nada, y me quedo jodido (doblemente jodido: por lo que veo y por lo que no hago).
Ya os lo dije un día: me dan mucha pena los locos. No lo puedo evitar. En cambio los discapacitados físicos no me dan tanta lástima, no sé por qué. Veo a un mendigo sin brazos o sin piernas y me da cosa, naturalmente. Una mezcla de grima y penilla, o algo por el estilo. Pero veo a un deficiente mental y me hundo, literalmente. Es posible que ellos sean felices, no digo que no, pero lo que sé es que a mí me dejan muy tocado. Y cuanto más "normales" parezcan, más pena me dan.
(Intento entender por qué me ocurre eso y sólo llego a una hipótesis, que no deja de ser -por lo demás- bastante enclenque: a lo mejor me dan pena los locos porque intuyo que yo mismo voy a acabar así. Según esto, cuando siento pena por ellos en realidad estoy sintiendo lástima de mí mismo, de mi yo futuro).
El de hoy ha sido un señor de unos 50 años que iba en el metro. Por el aspecto, parecía un señor normal. Tenía pelo canoso y gafas. Iba limpio y bien vestido (pantalón de pana, camisa de villela, jersey y abrigo). Tenía algún tic nervioso en el rostro. Llevaba en la mano la carcasa de un bolígrafo vacío y no hacía más que dar golpecitos con ella en la pared del vagón. Tac, tac, tac, tac... Sin parar. Los de alrededor mirábamos porque el ruidito nos ponía nerviosos. Siempre que entraba alguien nuevo miraba también molesto, pero enseguida se daba cuenta de la situación: aquel señor no estaba bien de la cabeza. Hablaba solo, en voz muy baja, como si estuviese rezando el rosario o poniendo a parir a alguien. No se le entendía lo que decía. Miraba al suelo y susurraba sus palabras ininteligibles. Ha habido un rato en el que ha estado repasando con el bolígrafo sin punta el contorno del mapita de las estaciones que está pegado junto a la puerta.
Lo que más me ha dolido es que el señor, en su nerviosismo constante, sí parecía sufrir mucho. Ponía un gesto inequívoco de dolor (de un dolor no físico), de no poder salir de algo, como si estuviera atrapado en la jaula de una mente enferma. Eso tiene que ser horrible, lo más horrible del mundo. Creo yo.
Se ha bajado en Alonso Martínez. He estado a punto de bajarme para seguirle y ver adónde iba, más que nada para verle entrar en una casa o en un bar y saludando a gente... y saber así que no está solo y que lleva una vida más o menos normal. Para quedarme tranquilo, vamos. Pero no he bajado. Allí me he quedado, con un nudo de angustia en la garganta y preguntándome: ¿qué hará ahora?, ¿adónde irá?, ¿tendrá familia?, ¿dónde comerá?
Sólo se me ocurre pedir a los dioses que, por favor, todo le vaya bien.
Habitan mi vida durante unos segundos o minutos, pero me dejan pensativo para el resto del día.
Es como si me hiciera momentáneamente cargo de su situación y después los abandonara de la manera más vil. Así me siento, como un ser despreciable, mala gente, un auténtico traidor. En realidad lo que me gustaría es acompañarlos, hablar con ellos, ayudarles en lo posible... No por bondad, sino por puro egoísmo: para quedarme a gusto, tranquilo. Eso me haría sentir bien y me libraría del sentimiento de culpa (quienfuera que fuese el que inventó el sentimiento de culpa era un verdadero hijoputa). Pero nunca lo hago. No sé, supongo que me da vergüenza. Pienso que quién soy yo para juzgar la infelicidad de los demás y pretender aliviársela. ¿Qué me creo, un superhéroe? ¿Y quién me asegura que realmente lo pasan tan mal y que no son todo imaginaciones mías? En cierto modo, me siento culpable por sentir pena, como si fuese una chulería o un acto de soberbia. Por eso nunca hago nada, y me quedo jodido (doblemente jodido: por lo que veo y por lo que no hago).
Ya os lo dije un día: me dan mucha pena los locos. No lo puedo evitar. En cambio los discapacitados físicos no me dan tanta lástima, no sé por qué. Veo a un mendigo sin brazos o sin piernas y me da cosa, naturalmente. Una mezcla de grima y penilla, o algo por el estilo. Pero veo a un deficiente mental y me hundo, literalmente. Es posible que ellos sean felices, no digo que no, pero lo que sé es que a mí me dejan muy tocado. Y cuanto más "normales" parezcan, más pena me dan.
(Intento entender por qué me ocurre eso y sólo llego a una hipótesis, que no deja de ser -por lo demás- bastante enclenque: a lo mejor me dan pena los locos porque intuyo que yo mismo voy a acabar así. Según esto, cuando siento pena por ellos en realidad estoy sintiendo lástima de mí mismo, de mi yo futuro).
El de hoy ha sido un señor de unos 50 años que iba en el metro. Por el aspecto, parecía un señor normal. Tenía pelo canoso y gafas. Iba limpio y bien vestido (pantalón de pana, camisa de villela, jersey y abrigo). Tenía algún tic nervioso en el rostro. Llevaba en la mano la carcasa de un bolígrafo vacío y no hacía más que dar golpecitos con ella en la pared del vagón. Tac, tac, tac, tac... Sin parar. Los de alrededor mirábamos porque el ruidito nos ponía nerviosos. Siempre que entraba alguien nuevo miraba también molesto, pero enseguida se daba cuenta de la situación: aquel señor no estaba bien de la cabeza. Hablaba solo, en voz muy baja, como si estuviese rezando el rosario o poniendo a parir a alguien. No se le entendía lo que decía. Miraba al suelo y susurraba sus palabras ininteligibles. Ha habido un rato en el que ha estado repasando con el bolígrafo sin punta el contorno del mapita de las estaciones que está pegado junto a la puerta.
Lo que más me ha dolido es que el señor, en su nerviosismo constante, sí parecía sufrir mucho. Ponía un gesto inequívoco de dolor (de un dolor no físico), de no poder salir de algo, como si estuviera atrapado en la jaula de una mente enferma. Eso tiene que ser horrible, lo más horrible del mundo. Creo yo.
Se ha bajado en Alonso Martínez. He estado a punto de bajarme para seguirle y ver adónde iba, más que nada para verle entrar en una casa o en un bar y saludando a gente... y saber así que no está solo y que lleva una vida más o menos normal. Para quedarme tranquilo, vamos. Pero no he bajado. Allí me he quedado, con un nudo de angustia en la garganta y preguntándome: ¿qué hará ahora?, ¿adónde irá?, ¿tendrá familia?, ¿dónde comerá?
Sólo se me ocurre pedir a los dioses que, por favor, todo le vaya bien.
12 comments:
PD: ¿Se os ocurre algo que pueda hacer para evitar este -mi- sufrimiento? Sé que hay gente muy valiente que ayuda a la gente de los manicomios. Pero para eso no sirvo. Yo sé que en cuanto entrase por la puerta de un hospital psiquiátrico me echaría a llorar. Lo sé porque yo, que no soy nada sentimentaloide (por ejemplo, jamás he llorado en el cine), más de una vez he tenido que secarme las lágrimas disimuladamente cuando veía por la calle a un deficiente mental. No lo puedo evitar.
Te vas a deprimir de lo lindo en Nueva York...No te haces una idea de la cantidad de gente que vemos en el metro o en la calle hablando sólos,o con la mirada perdida. Y la mayoría de ellos no son indigentes, pues se les ve aseados y con ropas normales.
Ya imagino, Joserra.
Pero si es en Nueva York no me deprimo, de la emoción de estar allí. Allí no me afectarán los locos ni nadie... ¡Estaré tan contento que ni me daré cuenta de las desgraciasd ajenas!
Por cierto, ¡ayer cogimos los billetes! Ahora te mando un mail y te lo cuento todo, que tampoco es plan de dar detalles en este blog. Mejor un poquito de anonimato.
Aclaro (que veo que no se entiende): no es que nos vayamos a vivir a NY, sino de viaje. Y faltan varios meses.
Podéis respirar tranquilos. El conde permanecerá entre nosotros...
Tremendo, CondeD. La locura, el disfuncionamiento del pensamiento, es también lo que más me afecta (lo que más miedo me da).
Creo que sí sufren. Mucho. Pero a diferencia de otros sufrimientos, no hay estrategias para salir de ahí. En todo caso, medicinas para abotargar.
Alguien me contó su estancia en Chicago. Viajaba en autobús, porque no tenía coche. Me dijo que la primera vez estuvo a punto de bajarse porque pensó que había subido en el de una institución mental. Allí, en El Paraíso, donde no existen los colchones sociales porque el dinero está mejor en los bolsillos de los contribuyentes, pobreza, obesidad (comida basura únicamente) y locura están unidos. Estáos Unidos.
Sí, casi mejor no pensar más en estas cosas, por si acaso.
En cuanto a los EEUU, yo no tengo esa visión tan negativa como la tuya, ni mucho menos. Supongo que hay de todo. Es un país de contrastes; son capaces de lo mejor y de lo peor. En muchas cosas son más libres (como sistema político, judicial, etc) y tienen más oportunidades, pero en otras debe de ser muy deprimente.
No sé. Si aquí te vas a dar un paseo por Las Barranquillas, tampoco creo que sea muy agradable, por mucha Seguridad Social -con listas de espera- que haya...
Pero bueno, el tema sería muy largo, y tampoco lo domino.
Qué interesante este post, Conde. Creo que te entiendo, y creo que no puedes hacer demasiado para aliviarte.
Da la sensación de que el dolor mental es más existencial que el físico, ¿no?
Un abrazo.
Eso parece, don Porto. Es como que da en el centro de flotación, en el meollo de las cosas, y cambia la realidad (lo que cada uno percibe como tal). Por eso imagino que inutiliza para la vida más que cualquier otra dolencia o enfermedad.
Habrá que ingerir unas dosis más fuertes de autodominio estoico... Digo yo.
No deja de ser irónico que el que te sientas una mierda suceda porque eres un gran tipo.
Ah, qué horrible es ser buena gente.
Yo, si fuese tú, lo dejaba, ¿eh?
Gracias, David, pero no, no creo que sea eso. Yo lo veo más como una manía, o en todo caso como una cuestión de carácter, de forma de ser (eso que no puedes evitar...). Si fuese una muestra de bondad me tendría que pasar también con los demás, no sólo con los locos. Y no es así.
Ya digo: yo creo que sobre todo es una cuestión de mala suerte.
Y también sospecho que en el fondo está la rabia ante lo incomprensible, ante la fatalidad, ante la arbitrariedad de la injusticia cósmica. Pero esto suena demasiado grandilocuente.
Sí, el tipo calzaba una erección importante. Con dos cojones, según confirmó una segunda miradita. La tercera no procedía si no se quería ser el tercero en discordia o en unirse a la fiesta. Porque esas cosas ocurren, incluso en duchas corridas como las que nos ocupan, en vestuarios de una piscina pública o en una hora tardía como la de autos. Me consta.
Hay normas no escritas que sin palabras, a veces con sofocos, se aprenden desde niños: Criatura, ven aquí a cambiarte de una vez (el señor sí que tiene pito). En ocasiones varían de un vestuario a otro, o en el mismo según las horas. A primera hora las señoras (señoras, repito, no jovencitas) de la limpieza se moverán entre cuerpos masculinos desnudos como si fueran papeleras y tú frente a ellas como si fueran la cortina de la ducha de tu casa. Es lo correcto, nada de toallas en la cintura, eso es de mojigatos o para afeitarse en el lavabo de al lado. La clase se demuestra en esos pequeños detalles o en abrirle la puerta a las damas, levantarse en la mesa cuando ellas amagan ir a empolvarse la nariz al baño o en incluirlas como socias de este club exclusivo porque un caballero no puede permitir que una mujer sola pague la cuenta, la exorbitada inscripción o las onerosas anualidades (obra social rezaba en alguna parte), es cosa del cabeza de familia, sea padre, marido, abuelo o hermano.
A lo que iba, la pedazo herramienta que trempaba… ¡leches, podía ser un tipo sin cabeza, porque justo quedaba en la periferia del foco de mis ojos!
Terminé mi ducha aparentando la cosa más normal del mundo pero sin permitir un cruce visual que interfiriera o diera lugar a equívocos y salí a la piscina, por qué negarlo, ligeramente turbado, por las comparaciones, por el desparpajo y por un encuentro que los cuerpos cavernosos de mi sexo no habían dejado claro si querían evitarlo.
Cuando volví al vestuario, después de unos cuantos largos, ya no había nadie.
Me encontré con él dos o tres veces más, enjabonándose parsimoniosamente el miembro arriba y abajo, secándoselo todavía rojo e hinchado, vistiéndose despacio con la mirada fija ligeramente achinada, los párpados superiores levemente cargados como los de Catherine Zeta-Jones. Ese día empecé a sospechar algo. El siguiente, el último, estaba en la piscina y un monitor o socorrista le hablaba rápido mientras escuchaba con la cabeza ladeada y los ojos bajos. Era un crío.
Hace semanas que no le veo.
Me siento muy reflejado en tus palabras. Es interesantisimo el tema que tratas, esta preocupacion tuya me ha afectado en bastantes ocasiones, y si que hay solucion, me dedico a ello. El amor, la compañia, la creatividad tuya para con ellos, es decir, el tiempo de amor. Eso es todo. "Ama y haz lo que quieras" decía San Agustin. Se puede ser "santo y humano" trabajando de funcionario, en un bar, de profesor, o arregalando calderas, para mi todo se resume, en las miradas, el misterio, y el tiempo de amor.
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