A veces tiene uno que salir de casa para que la inspiración le conceda sus mejores dones. Quizás sea porque cuando está fuera de su ámbito cotidiano uno lleva los ojos más abiertos y está más receptivo a los detalles y a las novedades, no sé, el caso es que a la literatura le suele venir muy bien que la aireen y la saquen de paseo. Eso le pasó al escritor Félix de Azúa cuando, allá por el mes de octubre, vino a pasar unos días a Madrid. En su blog -el mejor que ha existido nunca- nos regaló a sus lectores unos párrafos geniales, unas impresiones tan exactas como sugerentes, unas metáforas perfectas sobre nuestras calles (que los que pasamos por allí a diario no habíamos sido capaces de percibir, pero al leerlas supimos que eran la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad). Por ejemplo:
También en Madrid llueve a cántaros. Cuando llueve, el conductor madrileño se lanza a la ocupación del espacio reservado para el paso de vehículos en dirección perpendicular. Al cabo de pocos minutos, todos los automóviles impiden el paso de todos los automóviles. La ciudad se convierte en un río de hierro.
Fantástica superficie de metales mojados que reflejan las inútiles luces de los semáforos y sobre la que parpadean los azules giratorios de las ambulancias, los verdes policiales, los intermitentes anaranjados del autobús, el rojo vivo de los frenos. Alberto Aguilera es un dragón multicolor.
Verdaderamente genial. No hay palabras.
Pues bien, a lo que voy. Resulta que el 19 de octubre de 2006 por la noche el señor Azúa salió hambriento del hotel en que se alojaba, presumiblemente el NH Alberto Aguilera, en busca de algún lugar donde saciar su hambre. Quiso la casualidad (o la cercanía) que acabase entrando a comer en el Iberia, bar de la glorieta Ruiz Jiménez, famoso -sobre todo- porque en él se reúnen a todas horas cientos de taxistas (por eso la glorieta siempre está llena de taxis aparcados) y porque los fines de semana es de los pocos sitios que están abiertos al amanecer y sirve de abrevadero a los jóvenes medio borrachos que necesitan un desayuno reponedor o la última copa tras la larga noche de farra.
Si un día antes había clavado las imágenes de la ciudad bajo la lluvia, en este caso Azúa nos brindó una genial crónica costumbrista, entre solanesca y esperpéntica, que hace las delicias de cualquier lector. No sé a qué está esperando don Félix para venirse una temporada a vivir a Madrid y escribir el libro del año (o de la década). Tampoco sé a qué esperan los dueños del bar para poner un cartel que diga: "Aquí comió Félix de Azúa".
Costumbrismo ontológico
Tremenda fatiga. Llego al hotel a las diez de la noche, tiro los trastos y salgo en busca de algún alimento, cualquier cosa, lo que sea, fideos, donuts, esturión al ajillo, me da lo mismo. No he comido nada desde las ocho de la mañana. Entro casi sin mirar en la primera puerta que encuentro, la Cafetería Bar Iberia Salón Comedor y me asalta una emoción intensa, adolescente.
Suelo de losa verde, apoyadero de mármol plástico imitación jade chino hasta media altura, el resto gris rata, apliques de latón con tulipas translúcidas floreadas, percheros de bola, manteles de papel a cuadros marrones, un aparador lleno de flanes de huevo y periódicos viejos. En la tele retransmiten el partido Real Madrid vs. Steaua de Bucarest. Tomo asiento.
Se acerca un camarero cojo vestido de mandilón con lamparones y chaleco blanco al que falta un botón. Pido dos primeros, ¿es posible?, (no contesta), lentejas y patata con carne, dos clásicos de cuando estudiaba y el mundo iba a ser mucho mejor y lo íbamos a conseguir nosotros. Se va tic toc tic toc.
Un escalofrío de voluptuosidad me recorre el espinazo. Estoy a punto de pedir tinto El Sotillo con La Casera, como mi vecino de mesa, un hombre sin barbilla y nariz pontifical, pero me contengo. En el salón comedor Iberia sólo hay hombres y el más joven tendrá sobre los cincuenta y siete. “¿Y beber?”, dice. Ha vuelto como un aparecido. Me pido una cerveza, pero que no esté muy fría, por favor, hoy he caminado bajo la lluvia y estoy temblando. El cojo me mira con una sabiduría secular, abismal, paleolítica y me trae una cerveza helada. Tiene razón. ¿Cómo se me ocurre pedir estas tonterías?
Cuando el Madrid marca su cuarto gol, todos los comensales dicen: “gol” con una voz neutra, sin expresión, minimalista, como si saludaran a un colega que acaba de entrar, pero todos al mismo tiempo, con una exquisita articulación a capella. Uno de ellos, solista, añade para sí mirando al plato y pinchando una albóndiga: “Muy bonito. Mu-y bo-nito”.
El cojo se acerca a un caballero rebozado en chándal amarillo limón, pelo rapado y gafas culo de vaso y le pregunta con rotunda seriedad: “¿Hace el segundo, guapo?”. El del chándal asiente de mala gana y sorbe la coca-cola de su vaso de tubo. “¿Qué era, el codillo?”. El del chándal levanta la cabeza como si le hubiera picado un áspid y se le queda mirando al camarero de hito en hito y con expresión indignada: “¿Voy yo a comer esa mariconada?”. Y luego, con un gesto de infinita paciencia y venga-ya-que-no-me-molestes-más-en-toda-tu-puta-vida grita: “¡Tráeme el chicharro, no me fastidies!”.
Estos lugares conservan la belleza infinita de una sociedad sana, digna, señorial, inasequible al diseño y en donde los restaurantes son como han de ser y como eran en tiempos de Mesonero Romanos. Ocho euros treinta.
Al salir me cruzo con un punto de enorme caja torácica, coleta, patillas a lo Machaquito, collares de oro y un palillo en la boca. Avanza despacio, no sin cierto contoneo bien estudiado. Al fondo se oye: “¡Cuidao las carteras, que llega el Carota!”. El Carota avanza como un buque oxidado, aún valiente, aún marinero, capaz de cruzarse el Atlántico aunque sea a remo, y sonríe con inmensa satisfacción.
Regreso al hotel totalmente reconciliado con el mundo y con la Creación en general.
Suelo de losa verde, apoyadero de mármol plástico imitación jade chino hasta media altura, el resto gris rata, apliques de latón con tulipas translúcidas floreadas, percheros de bola, manteles de papel a cuadros marrones, un aparador lleno de flanes de huevo y periódicos viejos. En la tele retransmiten el partido Real Madrid vs. Steaua de Bucarest. Tomo asiento.
Se acerca un camarero cojo vestido de mandilón con lamparones y chaleco blanco al que falta un botón. Pido dos primeros, ¿es posible?, (no contesta), lentejas y patata con carne, dos clásicos de cuando estudiaba y el mundo iba a ser mucho mejor y lo íbamos a conseguir nosotros. Se va tic toc tic toc.
Un escalofrío de voluptuosidad me recorre el espinazo. Estoy a punto de pedir tinto El Sotillo con La Casera, como mi vecino de mesa, un hombre sin barbilla y nariz pontifical, pero me contengo. En el salón comedor Iberia sólo hay hombres y el más joven tendrá sobre los cincuenta y siete. “¿Y beber?”, dice. Ha vuelto como un aparecido. Me pido una cerveza, pero que no esté muy fría, por favor, hoy he caminado bajo la lluvia y estoy temblando. El cojo me mira con una sabiduría secular, abismal, paleolítica y me trae una cerveza helada. Tiene razón. ¿Cómo se me ocurre pedir estas tonterías?
Cuando el Madrid marca su cuarto gol, todos los comensales dicen: “gol” con una voz neutra, sin expresión, minimalista, como si saludaran a un colega que acaba de entrar, pero todos al mismo tiempo, con una exquisita articulación a capella. Uno de ellos, solista, añade para sí mirando al plato y pinchando una albóndiga: “Muy bonito. Mu-y bo-nito”.
El cojo se acerca a un caballero rebozado en chándal amarillo limón, pelo rapado y gafas culo de vaso y le pregunta con rotunda seriedad: “¿Hace el segundo, guapo?”. El del chándal asiente de mala gana y sorbe la coca-cola de su vaso de tubo. “¿Qué era, el codillo?”. El del chándal levanta la cabeza como si le hubiera picado un áspid y se le queda mirando al camarero de hito en hito y con expresión indignada: “¿Voy yo a comer esa mariconada?”. Y luego, con un gesto de infinita paciencia y venga-ya-que-no-me-molestes-más-en-toda-tu-puta-vida grita: “¡Tráeme el chicharro, no me fastidies!”.
Estos lugares conservan la belleza infinita de una sociedad sana, digna, señorial, inasequible al diseño y en donde los restaurantes son como han de ser y como eran en tiempos de Mesonero Romanos. Ocho euros treinta.
Al salir me cruzo con un punto de enorme caja torácica, coleta, patillas a lo Machaquito, collares de oro y un palillo en la boca. Avanza despacio, no sin cierto contoneo bien estudiado. Al fondo se oye: “¡Cuidao las carteras, que llega el Carota!”. El Carota avanza como un buque oxidado, aún valiente, aún marinero, capaz de cruzarse el Atlántico aunque sea a remo, y sonríe con inmensa satisfacción.
Regreso al hotel totalmente reconciliado con el mundo y con la Creación en general.
Sólo me queda aplaudir... y agradecerle el regalo. Qué grande, don Azúa.