Noche de insomnio. Supongo que es el castigo de los dioses por haber trasnochado ayer. Entono en la terraza, mirando al cielo, los acordes fingidos del mea culpa. Ni siquiera las pastillas para dormir hacen efecto...
Después de cientos de vueltas en el colchón, dos o tres programas de radio escuchados sin ganas y decenas de pelos desperdigados sobre la almohada (maldita manía de amasarme la cabeza), me levanto de la cama, vengo al salón y curioseo un poco en la biblioteca de libros antiguos de mi padre. En los estantes predomina el color hueso, a veces más oscuro, tirando a ocre, a veces macilento (las cubiertas de la mayoría de los libros son de piel de oveja, o eso, al menos, nos han vendido siempre en casa). En las primeras y últimas páginas suele haber dibujos, garabatos, versos o intentos de firmas realizados por antiguos propietarios. Se ve que están hechos con plumas mojadas en tinta. Intento imaginar las vidas de esos seres de los que me separan tantos años... En ocasiones, incluso, siglos.
Todo es silencio. Sólo me observan las fotografías de los muertos. El reloj de péndulo está parado. A alguien se le olvidó darle cuerda.
Abro una edición medio carcomida de Las tres musas últimas castellanas. Segunda cumbre del Parnaso español, de Don Francisco de Quevedo y Villegas, Cavallero de la Orden de Santiago, Señor de la Villa de la Torre de Juan Abad. Año 1729. Plieg. 40. Con licencia: en Madrid. A costa de Don Pedro Joseph Alonso de Padilla. Hallaráse en su Imprenta, y Librería, en la Calle de Santo Thomás, junto al Contraste. Leo el segundo soneto del libro, titulado "A la brevedad de la vida": "Cómo de entre mis manos te resbalas,/ ò cómo te deslizas, vida mía?/ qué mudos passos trae la muerte fría,/ con pisar vanidad, sobervia, y galas!/ Ya cuelgan de mi muro sus escalas,/ y es su fuerza mayor mi cobardía;/ por nueva vida tengo cada día,/ que el tiempo cano nace entre las alas,/ O mortal condición! ò dura suerte!/ que no puedo querer vèr à mañana/ sin temor de si quiso vèr mi muerte!/ Qualquier instante de esta vida humana/ es vn nuevo argumento, que me advierte/ quán frágil es, quán mísera, y quán vana".
Escojo ahora las Memorias de ultra-tumba, por F. A. de Chateaubriand, traducidas por don Francisco Madina-Veytia y publicadas en la Biblioteca Ilustrada de Gaspar y Roig, Madrid, 1855. Leo el último párrafo del libro:
Al trazar estas últimas palabras hoy 16 de noviembre de 1841, mi ventana, que cae al Oeste de los jardines de las misiones extranjeras, está abierta: son las seis de la mañana: diviso la luna pálida y creciente que desciende sobre la flecha del campanario de los Inválidos, revelada apenas por el primer rayo dorado del Oriente: no parece sino que el mundo antiguo acaba y empieza el nuevo. Veo los reflejos de una aurora cuyo sol no veré aparecer. Sólo me queda sentarme al borde de mi tumba, después de lo cual bajaré resueltamente con el crucifijo en la mano a la eternidad.
El tono puede resultar demasiado hinchado y solemne, pero para mí estas últimas líneas de la autobiografía del Vizconde desprenden una poesía tan hermosa y trágica que, a estas horas de la noche, estando solo con los muertos, me conmueve un huevo.
5 comments:
Las cuatro y diez. Voy a intentar dormir otra vez. A ver si esta vez hay suerte...
Prueba a emborracharte, a veces funciona. El problema es que después te despiertas demasiado pronto; efectos secundarios del alcohol.
Como sistema de todos los días, en todo caso, no vale.
Ese último párrafo conmueve hasta dos huevos. Parece que nos está hablando directamente a nosotros, desde ese 16 de noviembre de 1847.
Joder, menudas joyas. Menuda envidia esa excursión nocturna por la biblioteca de libros antiguos de tu padre...
Buenas, Mabalot y Memento.
Donna, tomo nota. La próxima noche de insomnio la pasaré con Villiers.
Ha sido una noche de insomnio bien aprovechada, al menos...
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